Mi amante.
Cuando me preguntaron cómo había acabado les dije: ¡mejor de lo que yo
hubiera imaginado! Rodrigo me preguntó quién era el apuesto, el afortunado
que me estaba esperando para abandonarles con tanta premura. No quise
contestar con una respuesta concreta. No entenderían aquella relación
amorosa que me quitó el sueño y me devolvió la ilusión, porque, al fin y al
cabo, no sabían de lo que estaba hablando. Para ellos, era un mundo
desconocido.
Les dejé pronto. Muy pronto diría yo, ante la hora habitual en que suelo
despedirme. Pero intuía que después de tanto tiempo, algo iba a suceder. Y,
cuando llegué a casa, allí estaba esperándome. Invitándome a una infidelidad,
a esa orgía deseada y ansiada. Nada más verla todo mi cuerpo se agitó. Tenía
tal magnetismo consigo, que era difícil no sucumbir ante aquella invitación. Lo
cierto es que al día siguiente yo ya no era la misma y qué duda cabe que ella
tampoco. Había derramado sobre su cuerpo toda mi lava incandescente. Todos
mis deseos, mis ansias, mis esperanzas, mis anhelos y hasta mis ilusiones. Lo
único que hizo fue dejarse querer, dejarse llevar; no protestó porque la
invadiera con cada una de mis sensaciones. Ni tampoco se quejó porque
cambiara su apariencia. Supe que lo estaba esperando, de lo contrario, se
habría rebelado. En un principio dudé, no sabía cómo empezar. Nunca se me
había presentado una ocasión tan clara. Sí sabía cómo seguir, cómo acabar y
al final me decidí, no sin antes retar a mi pudor, a mi timidez.
Hacía tanto tiempo que lo deseábamos… no entregarse hubiera sido pecado.
Pocos entenderían aquella pasión desenfrenada, al compás del silencio
nocturno. Yo sin embargo, deseé duraran aquellas horas una eternidad. O al
menos, que volviera a repetirse. Realmente éramos felices: yo por tenerla, ella
por dejarse tener; yo por acariciarla, ella por dejarse acariciar y sentirse útil,
saber que alguien la necesitaba. Era necesaria en mi vida. Yo era su
complemento. Nada podríamos hacer la una sin la otra.
¡Y llegó el momento! Después de aquél flechazo. Después de aquella
“proposición indecente” para llenarla de fluidos sensuales y sexuales, de amor,
de una pasión pretérita; de arrojarle de los peores improperios –también fue
necesario–, de contarle aquella historia que le hubiera gustado acabara de otro
modo. De haber tatuado cada poro de su piel con mis ansias, mis besos, mis
pensamientos. De permitir cumplir, en ella , cuanto había idealizado. Entonces
llegó el momento, mi momento: me sentí como un caballo desbocado; mi mano
se aferraba a su figura y no dejaba de escupir ideas. Fue un orgasmo que me
dejó extenuada. Mi cuerpo, mi mente, mi lengua se habían desahogado con
tacto, con genio, con gusto. Me despojó de todas mis vestiduras, de lo baladí y
me dejó con lo único importante. Sólo deseaba que el tiempo no avanzara. Que
no acabara la noche. Y que en un futuro, no demasiado lejano, me brindara
otra oportunidad idéntica.
Mi amante aquella noche, fue una cuartilla inmaculada. Su proposición: que le
hiciera perder su virginidad. Fue lo que hice.
María José Mielgo Busturia. España
Publicado por la revista Oriflama
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