Ni un sonido. Solo el viento que ruge sobre el páramo desolado. Ni un animal que rompa el amanecer con un deambular de cazador o un paso temeroso de presa. Ni un bramido ni un rugir de bestias hambrientas. Solo el silencio de la brisa entre las rocas.
Camino por un mundo desierto de vida. Un planeta extraño donde nada se mueve sobre la tierra o bajo las aguas de los océanos. Ninguna sombra atraviesa los cielos con un planear acechante salvo ese satélite que muestra siempre la misma erosionada cara. Las nubes se arremolinan sobre mí y se inclinan con cortesía ante las montañas que me circundan. En la planicie, igual que en el resto de este mundo enigmático, nada se mueve, nada está vivo. La tierra apelmazada es tan árida que nada puede crecer en ella.
El aire tiene sabor agrio, como de cosas muertas. El agua, veneno para cualquier ser vivo. Hay un extraño sentimiento de pérdida irremediable, de tragedia que bien pudo evitarse.
¿Qué fue de los que erigieron esas altas torres que se ven en la distancia? ¿Quiénes construyeron enormes ciudades ahora deshabitadas y cubiertas de polvo y olvido? ¿Dónde están?
Vuelvo a mi nave. Regreso por el mismo desierto sin vida que he recorrido. Y las preguntas se repiten una y otra vez. No hay respuesta. Tan solo la podrían revelar esos millones de huesos esparcidos por doquier y que blanquean bajo el fuego de un sol inclemente y un cielo enfermizo.
Ni un sonido. Solo el de la muerte. Solo la muerte se exhibe en este mundo, el tercero contando desde su amarillenta estrella.
Francisco José Segovia Ramos
Publicado en periódico irreverentes
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