El sol había teñido con escandaloso derroche de escarlata el paisaje tropical, para ir luego a morir como un pájaro herido con su ropaje de fuego, allá tras de los cerros lejanos. La luna había aparecido majestuosa como un gran disco de plata pegado contra la silueta morena de la noche.
Más tarde, y como un fatídico presagio para el pianista, el cielo repentinamente se tornó plomizo y empezó a llover…
La lluvia deslizaba con agradable tintineo, sus collares de diamantes sobre los ventanales. Sólo se asomaban ahora por entre la transparencia violeta del horizonte, tímidas y coquetas algunas lentejuelas de oro que el cortejo de la noche abandonara allí. Era ésta una noche especial, cuajada de rumores, repleta de misterios… Era una noche decembrina…
El tiempo pasaba inadvertido dentro del gran recinto cristalino, que colmado, parecía incapaz de albergar a una persona más. Allí se daba la fiesta del mundo que aparentemente profano, ansiaba olvidar por unas horas el profundo sentido de la vida. Raudas parejas danzaban al ritmo de la música, como si apenas rozaran el piso tapizado con alfombras de Damasco. Era el baile de disfraces en que algunos inútilmente quizás, trataban de borrar su doliente realidad bajo el antifaz de la alegría. Ése era su mundo en aquellos momentos, y en su corazón no podía caber otra emoción.
Pulidos y ágiles dedos danzaban en el teclado del piano arrancando con afán y angustia, toda la escala de sonidos en que temblaba un alma agitada por tumultuosos sentimientos, como si quisiera vaciar en las sonoras vibraciones, aquella lucha interior que le devoraba: Era el único ser allí, que aquellas horas contaba por segundos apremiantes con angustiosa espera, porque tras el transcurso de ellas, con mano extenuada quizás y con la mirada ávida, sentiría el peso de brillantes monedas con las que lejos, muy lejos de allí, y ajeno a toda aquella extraña comedia, podría saborear el placer íntimo de ayudar a aliviar un dolor que era el suyo: un anciano de blancos cabellos, agobiado por el peso de los años tras de rudo batallar, exhalaba con desesperante lentitud aquella existencia que le había sido dolorosa. Afuera, una dama tétrica y sombría acechaba ansiosa y se burlaba con sorda y hueca carcajada del carnaval de la vida…
Cruel y despiadada, arrebujada en el frío manto que tejiera en el momento de la suprema bíblica sentencia allá desde ignorados siglos, se apoyaba ahora con mano trémula sobre los cristales. Ya con inexorable determinación había señalado a uno de aquellos asistentes a quien su luz apagaría traidoramente. Mas ahora…, ahora… tenía prisa. Ya no tendría el próximo instante que perder; tenía algo que presenciar: la llama de esa vida que antes hubiera marcado, se estremecía agonizante y se debatía angustiosa ante la rebeldía y el dolor de confundir su último aliento con el tremendo silencio de la arcilla; aquella que le recibiría en su seno en muda y renovada hospitalidad: la misma arcilla que le había visto al nacer…
De pronto cesó el baile. Todos se miraban confusos, atónitos con el mismo gesto interrogante en sus semblantes desconcertados. El piano cual si fuera un símbolo, recibió las miradas de todos como si aprisionara el secreto de aquel que antes lo hiciera vibrar en sentidas armonías. Pero ahora…, ahora ese piano… ¡ Estaba solo…!
Tras de los ventanales, todos vieron perderse en las sombras la silueta del joven artista quien corría en precipitada fuga. Aquella amarga premura tenía una noble y dolorosa razón.
Cuando llegó a la modesta casita paterna que tántas veces supo brindarle tibio regazo, sintió como si un afilado puñal se clavara inclemente en su pecho. Fue ya tarde para él… Los ojos turbios del anciano, inmóviles parecían mirarlo con una triste elocuencia póstuma; sus labios cárdenos, sus miembros rígidos y helados: todo este conjunto se le antojaba en su dolor, un amargo y macabro escenario que le habló claro de la miseria humana. Entonces con inútil e impotente reproche gritó rasgando el majestuoso silencio de la noche… Papá, papá: ¡no puedes irte!. Y en un impulso ahogado de incorformidad trató insensatamente de increpar a los cielos. Derramó todo el torrente de sus lágrimas sobre los restos mortales del anciano. Luego quedó sumido en profundas reflexiones: Pensaba con pesar que a su amado progenitor, la vida le había dado la mano para levantarle; le había llevado hollando todos los caminos; le había enseñado duras verdades; le había dado dulces horas, bellos sueños que se esfumaron cuando apenas trataba de aprisionarlos para hacerlos suyos, y ahora… aquella misma vida, aleve le entregaba despiadada, imperturbable y cruel en manos de su hermana gemela, la inexorable parca…
Todos los pensamientos desfilaron tumultuosos en fúnebre filosofía por su mente afiebrada por la tortura del dolor. Traía a su recuerdo la huella luminosa, imborrable de aquel padre abnegado y ejemplar tratando de encontrar consuelo: aquel anciano venerable había sembrado otras vidas por cuyas venas corría su propia sangre y en cuyos corazones seguía palpitando el suyo. ¿Qué era la vida? Golpeaba incesante con tenaz martilleo en su cerebro, este interrogante. Una idea suicida vino entonces a clavarse en su mente; mas de pronto escuchó una estridente y estremecedora carcajada. Quedó como petrificado: una voz cavernosa y escalofriante le respondió pausadamente: “La vida humana, amigo mío es el instante de múltiples reflejos; es la comedia en que unos lloran y otros ríen, pero huyendo siempre del dolor que es hijo mío; acariciando el ideal elusivo de la felicidad que es a veces, casi inasequible en su teatro; soy la críptica dueña de todos los secretos de ultratumba y de la única verdad. Soy la segadora aparentemente impía, a quienes los humanos llaman ‘muerte’; pero yo, amigo mío, eslabono de nuevo reuniendo otra vez a los seres que amorosos se esperan. Todavía es tiempo de hacer algo, tu lámpara no he señalado. Vé, y haz brillar esa tu luz. Aún no es tarde…”
Entonces, el artista como sacudido por noble determinación, buscó el piano testigo de sus tragedias escondidas y le arrancó en sus más sentidos arpegios, una pieza conmovedora, con todo el dolor que desgarraba su alma. Este fue el mejor testimonio de amor y gratitud que pudo brindarle cual póstumo tributo, al anciano que sembró su vida; porque en aquella creación magistral inmortalizó su nombre. .. Así nació “EL DOLOR DEL ARTISTA”.
Leonora Acuña de Marmolejo.
Cuento premiado en Colombia.
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