En el atardecer de la vida, ella se quedó llorando, ensimismada, descorazonada, triste y sola, en su elegante habitación llena de todo, rodeada de todo, pero cual cruel paradoja, completamente vacía.
Una colorida tarde, entre cálidos vientos de otoño, tras el mar sinuoso de la aventura, sin despedirse, él se fue tras un incierto y nuevo querer.
Cada puesta de sol, traía a su mente el recuerdo y abrigaba la esperanza, en el ígneo horizonte verlo llegar. Ella ya no quería vivir, la casa vacía, pero llena de su esencia y recuerdos.
La pena fue tan grande, a tal punto que enfermó y estaba dispuesta a dejarse morir, hasta sus más cercanos amigos mandó a volar, nada ni nadie la podía consolar,
Y así en medio de su aletargada soledad, resolvió su vida continuar, buscó consuelo en su amigo y hermano leal, y al fin esa oscura niebla que perturbaba su horizonte, se empezó a despejar.
Se arregló los cabellos, se vistió de glamour y de sedas, en aroma de rosas y jazmines. Y paseando entre sus bellos jardines, posó frente al espejo, escuchó música, bailó y una dulce sonrisa esbozó...
De pronto un nuevo y extraño sentimiento, un desconocido fuego empezó a arder dentro de su pecho.
Entonces supo con claridad meridiana, que él no volvería jamás y que para seguir viviendo ya no lo necesitaba.
Luego, por vez última abrazó al cadáver de sus recuerdos, la ató a una gran piedra de granito, salió a su balcón y cerrando los ojos lo arrojó desde lo alto a cualquier lugar.
Ahora era libre para amar, sí, libre para volar y volar, sin el lastre oneroso que dificultaba su andar, sin la toxicidad, de esa persona que llegó su alma toda a envenenar...
George Rivas Urquiza -Perú-
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