Era el fantasma de su amada. Con su misma figura, su rostro bellísimo y excitante, su boca sensual y sus labios entreabiertos en una frase apenas pronunciada.
Era ella. Y estaba allí, en su dormitorio, a unos metros de él. Cerca de la cama donde tantas veces se habían amado. Se incorporó del camastro, y apartó las sábanas. No podía negarse a llegarse hasta ella y abrazarla, aunque fuese un espíritu imposible, algo que no debería estar allí. Quizá, incluso, su propio delirio le hacía ver lo que no existía.
Avanzó hacia ella. Las cortinas de la habitación se movieron ligeramente agitadas por el airecillo nocturno que se introducía por el balcón abierto. Avanzó hacia ella, con paso dubitativo y el corazón desbocado. Quiso decirle que aún la amaba, pero no pudo hacer otra cosa que gritar de horror cuando cayó desde las alturas y se estrelló contra la acera, diez metros más abajo.
En sus últimos segundos de agonía sus ojos vidriosos la vieron flotar por encima de él, envuelta en un sudario blanco donde una gran mancha roja señalaba el lugar donde él había clavado el cuchillo con el que la asesinó un año atrás.
Francisco José Segovia Ramos
Publicado en periodico irreverentes
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