¡Siempre he estado aquí! Vacío llenando vacíos… espacio al recibo de espacios. Flanqueada en la inercia de los tiempos por cuatro poderosos brazos. Testigo activo de todo cuanto ocurre dentro y fuera de los muros que me contienen. Siempre he estado aquí, Ellos no. Sólo hemos coincidido en los instantes en que mi oquedad ha podido llenar la guarida de sus ansias y penas. Sus afectos han cambiado, se han dormido siendo amables y despertaron siendo ajenos.
Mi primer encuentro con Ellos fue queriendo llenar su corazón. Más habiendo concebido un hijo, los encontré ocupados. El único hueco que descubro está en ellos mismos, cuando recargan en mí su mirada gris y sus ojos como peces alargan la vista más allá de lo que el don de mi oblicuidad me permite alcanzar. Él, su índice y su medio van del cenicero a sus labios y de sus labios hasta el centro de sus suspiros. Ella, su vientre y sus rodillas pueblan de rocío la almohada y sus espacios interiores.
¡Cuántas veces en la transparencia de mi espacio han buscado el plateado resplandor de estrellas sobre el adoquín! ¡Lagos de luna y ríos en las calles húmedas de escarcha y llanto! El cristal de mi vestido se confunde con el ropaje de su tristeza y el total abandono. La pared que me sostiene: gruesos muros remendados y pintados tantas veces que ocultan por decoro las historias. Ella de pie, yo, depositada en la ausencia que de ella misma hace ella misma, me convierto en mensajera y la veo morir a cada instante. En su rictus de dolor descubro mi puesto de vigía. Contempla caer la tarde. La languidez de su mirada serpentea y se detiene en las figuras que al amparo de las sombras se prometen eternas. Con la llegada del anochecer, llega también el anonimato. Desde su acomodo, la calle se alarga hasta perderse.
Fuera de casa, una enredadera cubre partes del deterioro que ensombrece la fachada. Sus hojas tienen los tonos del limón y la pradera, y son sus puntas semejantes a las de una bailarina. En las formas caprichosas con que se sostiene altiva asoman, albas y pequeñas, las flores que inocentes anhelan completar el eterno ciclo de la vida. Él aguarda en su propia oscuridad. Yo puedo encontrar mi camino en el hueco que ha dejado el licor dentro de la botella. Todo se distorsiona desde aquí y el rostro que antes parecía bello, ahora tiene el metal de su mirada perdido en la distancia que hay desde su sitial hasta la cama donde Ella posa. El horizonte se dibuja entre sus dedos en el ir y venir del cigarrillo.
Los pliegues del cortinaje se deslizan con la brisa del amanecer invitándome a suplir con mis cuencas, sus lunas pasajeras. Vibran las notas del deseo y dentro de sí, destinan mi morada. Como si el sol quisiera participar en la danza del arrebato, resplandece; y junto a ellos, soy juguete del amor entre sus rayos. Se repite, se desdobla, multiplica y vuelve a casa, al rincón de los alivios, al traspatio del mañana, a las voces del sollozo que desgarra los recuerdos. Los amantes destierran el adiós continuo y eterno. Ya no hay brincos, y un descanso inesperado hace un alto manifiesto entre las sábanas. Observo de soslayo las figuras que se esfuman entre la pintura y sus capas. Me sorprenden ojos y tristes alas, ¡largas alas fugaces que se pierden entre los caprichos de otras formas!
Siempre he estado aquí. Son las sombras las que se han marchado. Es el viento que ha movido las íntimas honduras de mi yo aferrado al espejo de otros seres. ¡No habrá más camisas de fuerza en cada espacio, en cada amor que reúna, en cada amante que castre o en cada diluvio que beba! Demandaré mi sitio al atardecer de mis mañanas y al amanecer de mis recuerdos: ¡todo! Mientras tanto… ¡sigo aquí!
VIVIANA CARBAJAL -México-
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