miércoles, 26 de diciembre de 2018
EVOCACIONES
Ya es la noche del 24 de diciembre. Sentado estoy en la terraza jardinera de la casa materna, morada postrera de la amorosa existencia con mi inolvidable madre, con la esperanza en que la luna que asoma con su lumbre plena, me muestre una señal, o siquiera un asomo, del fuego infinito que se prendió en el cielo, cuando ella partió al paraíso de las almas buenas. Su santo recuerdo retorna con insistencia, acentuando más mi permanente desvelo por verla siquiera una vez más. La nostálgica melodía de un bolero habanero que escucho a la distancia, el traqueteo de los petardos decembrinos y un coro de niños entonando un villancico, aumentan mi pesar por su angustiosa ausencia.
¡Cuanto diera para que me acompañes esta noche un momento, madre querida! Déjame tomar tus manos entre las mías, como cuando niño aupabas mi caminar con tu suave voz y el tibio imán de la palma de tus manos.
Y llega la media noche. Y con tristeza acepto, cuán vano ha sido mi empeño hoy, para que, con mis propios ojos, tenga tu dulce visión. Pero, bien sabes, madre mía, que hasta el final de mis días, en mi alma, en mis sueños, amores, ilusiones y penares, siento que siempre estarás conmigo.
ABEL RIVERA GARCÍA
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