martes, 28 de febrero de 2017
EL GATO Y LA LUNA
No sabía bien donde dormía.
Siempre que llegaba al amanecer, maullaba con un timbre melancólico, arañaba las puertas dando brincos suaves por las ventanas. Sin embargo, hoy no me despertó. Me levanté como siempre, ahogado en mi realidad, transpuesto de ideas y nociones. Me volqué hacia afuera, con total naturalidad me moví por el camino recordando milimétricamente donde poner mis piernas. Me acerqué a los canelos donde usualmente jugaba mi gato y lo encontré allí.
Estaba quieto, lo miré a sus ojos, dentro de ellos se reflejaba el verde de los pastos manchado con el rocío, una mezcla increíble de colores. Me inquietó y sin poder imaginar nada, el gato comenzó a maullar, me hablaba en una lengua extraña, antigua, tan antigua, lo presentí. Parecía regañarme en un tono cálido con la suavidad y firmeza que sólo tienen los abuelos. “Hermano gato -le dije-, tú que desciendes de grandes monstruos cazadores, amos de las penumbras, has llegado a mi vida en medio de mis tormentos. Hijo del rayo y el sol ¿por qué me culpas frente a mi árbol y mi luna? ¿No te he sido fiel en el verano?” Me ensañé de forma grosera y despectiva. El gato, con un ademán severo, me miró, sus ojos quietos alienaban el silencio, de un salto subió entre las ramas cantando y maullando.
“Aquí has enterrado a mi abuelo y a mi padre, la sombra del árbol recogió sus recuerdos, los atavismos restantes crecieron en los bordes de los techos.
Mañana correré al río a batirme con la muerte, arañazos en la espalda, burlas de los perros mancos y sarcasmos del hombre bruto, labrador de hazañas portuarias”.
El gato bajó de entre las ramas y corrió hacia su salida en el viejo portón. Caí al suelo y comprendí que mis problemas son míos y de nadie más.
César Melin Matamala (Chile)
Publicado en la revista digital Minatura 154
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