jueves, 5 de enero de 2017

LA BISABUELA FLORES


La llamábamos bisabuela Flores, desde que, siendo niña, yo le puse ese nombre por la dificultad de pronunciar el más largo y verdadero de Dolores.
Además ella vivía en una casa con jardín en la Guindalera madrileña, donde cultivaba muchas flores con las que yo disfrutaba cuando iba a visitarla. A la bisabuela no le disgustaba aquel nombre.
Conocí y traté a la bisabuela Flores hasta que tuve diez años, cuando que ella murió cumplidos los 106, porque en mi familia materna todos son muy longevos. Ella hubiera podido vivir muchos más años, si no hubiera sido por aquel extraño suceso que nos dejó a todos consternados.
La bisabuela Flores era una mujer inteligente, delgada, fina, y bonita, de la que todos nos sentíamos orgullosos. Siempre presumía de tener una cintura de avispa, que nunca había sobrepasado los 55 centímetros, como la de Sissi emperatriz. Era tan fina que al orinal lo llamaba la copa de noche. Mamá contaba que, cuando se hizo novia de papá y ambos paseaban por el jardín de la Guindalera, la bisabuela les vigilaba como una carabina desde el porche. La mujer toleraba que papá acariciara la mano de mamá, pero jamás, que se propasara más allá de aquel acercamiento.
Cuando la bisabuela Flores venía a casa, nuestro portero la recibía con muchos honores, debido a su edad: Doña Dolores anda usted muy tiesa para los años que tiene. Y ella replicaba con humor: Y más tiesa que me va a ver usted dentro de poco.
La bisabuela solía venir a comer con nosotros los domingos y aparecía siempre con un pastel y un ramo de flores de su jardín. En casa conoció a Alfonso Solé, un amigo de mi padre que tenía 74 años y la saludaba con mucha deferencia, besándole la mano y elogiando su bello cutis o su cabello blanco ondulado y elegante. La bisabuela le correspondía con una sonrisa de satisfacción, que poco a poco se fue haciendo coquetamente con aquel hombre halagador.
La confianza de la abuela y Alfonso Solé se iba haciendo más estrecha y patente, porque él comenzó a saludarla con un abrazo efusivo y dos besos en la cara, diciéndole que cada día estaba más joven y más bella. La coquetería de la bisabuela ante este hombre iba en aumento, hasta el punto de que
mamá descubrió un día que ella se ponía una toalla arrugada sobre sus senos, para hacerlos más prominentes en apariencia y subrayar mejor su cintura de avispa.
Uno de aquellos domingos, Alfonso Solé saludó a la bisabuela Flores con un abrazo tan fuerte y entusiasta, que le quebró varias vértebras. Tuvimos que llevarla a urgencias del hospital más cercano. La bisabuela tiene los huesos de cristal, nos explicó el médico.
Alfonso Solé ya no volvió por casa y la bisabuela Flores no fue la misma desde aquel día. Tras pocas semanas de quietud y reposo por su espalda maltrecha, la melancolía envolvió su rostro y su mirada. Una mañana la bisabuela Flores amaneció rígida y tiesa como había anunciado.

Julia Sáez-Angulo -España-
Publicado en la revista Oriflama 29

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