martes, 3 de enero de 2017
KYBERNETES
Pero tiempo vendrá en que seamos, si ahora no somos.
Miguel De Cervantes Saavedra, Don Quijote de la Mancha
Han pasado tantos años que ni siquiera recuerdo cómo me llamaba antes. Sin embargo, sí recuerdo con exactitud el momento en que decidí cambiar de nombre.
Alonso acaricia el flanco de su fiel Rocinante, su moto antigravitacional.
—Ahora es tuya. También esto —Le tiende el viejo libro—. Has sido mi mejor alumno. Nada más puedo enseñarte ya, salvo a predicar con el ejemplo.
—No se trata de un juego, Alonso. El enemigo no es un molino de viento.
—Lo sé. Es un gigante sin escrúpulos que pisotea a los más débiles y se alimentan de sus sueños y
esperanzas. Exprime a sus víctimas hasta dejarlas vacías y resecas. Mi padre también acabó así. Él también caminó con la mirada vacua los pocos años que vivió después de que lo considerasen inservible. Alguien tiene que intentar ponerle freno. Se lo debo a todos los que, resignados, pensaron
que no quedaba otra opción.
—Te aplastará sin miramientos.
—Seguramente tienes razón ―susurra mientras recorre la ancha avenida desierta.
Al fondo, el abdomen desproporcionado, apetito sin límites, reposa indolente sobre los cuerpos
marchitos de quienes ya no tienen más que ofrecer. Rodeado de complacientes siervos que le alimentan y protegen, se diría una despótica abeja reina.
El hombre lo increpa, espera firme su embestida. Pero el monstruo simplemente le ignora. Cuando se
cansa, desdeñoso, chasquea los dedos.
Sus insensatos zánganos, marionetas sin juicio ni sentimientos, empuñan las armas al unísono.
Tras su muerte, las voces disidentes se multiplicaron.
Fuimos muchos los que, a pesar del miedo, adoptamos el nombre de Alonso en los años sucesivos.
Blandimos el libro que finalmente nos hizo libres. La bestia dejó de confundir nuestras voces con el viento. Aunque para ella éramos sólo insignificantes hormigas, enfurecidas pero inocuas, las manos de muchos pobres hombres, unidas, pueden derribar al mayor enemigo. Y el gigante con pies de barro cayó. Sus zánganos, huérfanos, se unieron a nosotros. No hubo espacio para el odio ni la venganza. No hubo vencidos, sino sólo vencedores.
Como mi maestro habría deseado.
Salomé Guadalupe Ingelmo (España)
Publicado en la revista digital Minatura 153
No hay comentarios:
Publicar un comentario