Dos ejércitos de papel. Uno en la cabecera de la cama. El otro en los pies. Eran dos ejércitos heterogéneos cuyos componentes habían salido de los tebeos o de recortables de soldaditos.
La batalla estaba a punto de empezar. Los proyectiles, bolas de papel, estaban preparados. Los soldados que caían bajo las bolas eran eliminados. Poco a poco las filas iban menguando. Cada vez era más difícil acertar. Ambos ejércitos avanzaban. El cuerpo a cuerpo era inminente. Los alfileres estaban a punto. En el centro de la cama se produjo el choque final entre los escasos supervivientes. No importaba quien fuera el vencedor. Solo era una forma de pasar el tiempo.
Otro día la batalla era el asalto de unos indios de goma a un fuerte defendido por soldados y vaqueros. En esta ocasión las balas eran canicas de colores. Las canicas derribaban a los defensores y a los atacantes. Poco a poco ni indios ni soldados quedaban en pie. Todos estaban muertos, el asalto había terminado. El fuerte estaba destruido. Nadie había ganado. Seguía siendo una forma de pasar el tiempo.
Otras veces con una espada de plástico combatía contra enemigos invisibles. Daba golpes al aire. Saltaba, avanzaba, retrocedía, caía herido, me recuperaba y acababa con mis atacantes invisibles. A veces hasta era yo el muerto porque los invisibles me rodeaban y me atravesaban con sus sables por la espalda. Otra forma de llenar los días de descanso.
En ocasiones las pistolas sustituían a la espada. Pasaba a ser un pistolero. Montaba una vieja escoba y cabalgaba pasillo arriba y abajo. Disparaba vocalmente. Mis retadores eran abatidos porque yo desenfundaba más rápido. A veces alguna bala me alcanzaba pero sabía soportar el dolor. Eran horas divertidas para un niño que pasaba mucho tiempo solo.
A veces transformaba el pasillo en un campo de fútbol donde las chapas eran los jugadores. A lo largo de la tarde jugaba cuatro o cinco partidos. Algunos días mi primo Manuel compartía estos partidos conmigo y eso hacía que el juego fuera mucho más interesantes porque ambos nos lo tomábamos muy en serio.
Pero también había tiempo para devorar los tebeos semanales para saber cómo continuaban las aventuras que la semana anterior quedaron sin terminar. Los libros llegaron más tarde.
JOSÉ LUIS RUBIO
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