martes, 1 de noviembre de 2016

NOSOTROS


De tanto en tanto, aparecía la palabra nosotros. La pronunciaban indistintamente y en diferentes momentos, pero ella no reparó en ese uso particular de la primera persona del plural hasta una tarde de lluvia cuando se estaban despidiendo; entonces pensó —con razón—, que nosotros decía algo de ellos. ¿Adónde era el nosotros?
En una frase de él, por ejemplo. Porque no había vez que no la dijera, la repitió a lo largo de los años en el avance del amor, en el después del amor, en la quietud: “Oh, tu cara, si vieras tu cara ahora”, y no importó que pasaran décadas, lo siguió diciendo con la misma voz entorpecida por la fatiga del deseo y la misma sensación de descubrimiento. “Oh, tu cara, si la vieras, si pudieras mirarte ahora” y ella pensaba qué espejo mostraría, que se vería allí, en su cara, distinto de antes o igual a lo de siempre, para hacerle repetir la frase —a pesar de la crudeza de la luz, a pesar de la intemperancia del cuerpo—, como un mantra. ¿Estaba encantado ese espejo?
En cuanto a ella, las manos. No acuñó una frase o leitmotiv como él, pero las manos, sí. La manera en que se desprendían de lo conocido —ya fuera en la tela o en la piel— y buscaban un ritmo, el anhelo en la respiración para añadirse al continuo de lo que en los ojos y en la boca aparecía; así, las manos, nunca interrumpidas por la duda, aunque su deslizarse fuera, al principio, ciertamente cauteloso, hablaban; de allí, del inicio tímido a la suma desordenada del cuerpo y a la fusión del después no terció nada —en todos los después que hubo— porque era inevitable, un destino: las manos de ella, él; el pelo, el bigote, el vello del pecho, las piernas, los brazos, el sexo de él, todo, no sólo las manos, todo en ellos se solazaba. ¿Qué otra cosa dijeron que no fuera nosotros?
Los besos, siempre. Desde el primero al último, un beso inacabado que continúa hasta que uno traga otro y el otro se vuelva en uno y son nosotros uno en uno nosotros uno nosotros en uno nosotros uno.
Y nada más, confirmaron ella y él. Es todo. Y se despidieron con el saludo breve del apuro por irse cada uno por su lado. Cruzaron la calle, ella adelantándose para tomar un taxi que venía haciendo luces. “Chau”. Seguiría lloviendo aunque en calma.

Inés Legarreta -Argentina-
Compartido por Rolando Revagliatti

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