martes, 2 de agosto de 2016
DESANDANDO LO ANDADO
(Artículo de 1920)
En un periódico mensual de la índole de éste, sería tonto tratar de sorprender al lector con meras noticias. Esa es labor de diarios y revistas semanales. Nuestro papel aquí es alumbrar en lo posible aquellos recovecos que suelen dejar en la penumbra los despachos y sueltos de los diarios y, sobre todo, comentar lo ya acaecido.
Nuestra labor de comentadores estará bien o estará mal desempeñada, pero esté bien o mal en el caso particular nuestro, no se puede negar que en términos generales tiene más valor para el público el comentario (bueno) de una noticia o serie de noticias, que la mera información de hechos contenidos en las notas del cable. En el caso, por ejemplo, de las Conferencias del Tratado de Versalles ¿no valen mucho más los comentarios que suscitaron que la minuciosa información suministrada de día en día por los diarios?
¿No estamos viendo ahora que el Tratado y la Liga han ido perdiendo pie de momento en momento, al paso que la doctrina de los comentadores inteligentes se ha ido afirmando e imponiendo como única orientación para enderezar los entuertos viejos y los entuertos nuevos de que estaba lleno el campo de la política internacional?
Como que, precisamente, lo que sobresale de todos los grandes acontecimientos ocurridos de un año para acá es eso: que en menos tiempo, en mucho menos tiempo del que suponían los más pesimistas, los críticos de la obra monumental que se elaboraba en Versalles han ido pasando, del desdeñado y aborrecido concepto de bolsheviques en que se les tenía, al de espíritus excepcionalmente dotados de una certera y casi maravillosa intuición del porvenir.
Y en realidad no hay tal maravilla de intuición. Era que bastaba ser medio cuerdo para tener razón contra los locos que, borrachos de victoria y de rancio patriotismo, no vieron que, no ya por principios de pura estética de costumbres, sino por la más apremiante de las necesidades económicas, había que decir: "lo pasado, pasado" y proceder magnánimemente con el enemigo.
No ha pasado un año, y ya los mismos que confeccionaron la camisa de fuerza para el vencido han tenido que acudir a descoserla a toda prisa para evitarse males mayores. No son ya los críticos independientes los que se rebelan contra los disparates de Versalles. Es el mismo Consejo Supremo el que en acuerdos recientes que han circulado por todo el mundo se ha rectificado rotundamente. Y se ha rectificado, no en este puntito y en aquel, sino en todo, así como suena, en todo lo esencial de su política.
¿Qué era lo esencial? ¿No era, por un lado, el exprimirle hasta la última peseta y el último recurso a Alemania, y, por otro lado, aislarse en lo posible de ella y, en lo absoluto, de la Rusia Soviet?
Pues ya el mismo Consejo Supremo nos ha dicho bien claro que en ambas cosas hay necesidad de cambiar completamente de rumbo, para medio aliviar al mundo del estado angustioso en que le han puesto sus anteriores acuerdos. Sin la reconstrucción de Alemania y sin la comunicación con Rusia, no es posible pasarse en Europa. Esto ha dicho el Consejo Aliado hablando por el conducto autorizadísimo de sus expertos más eminentes en Economía. Y, para colmo de sorpresas, a estas horas hay una Comisión, no de alemanes sino de aliados, gestionando en Suecia, Suiza, Holanda y otros países, nada menos que la "flotación" de un gran empréstito con destino a la misma Alemania para ponerla en condiciones de que pueda (como apuntaban los críticos motejados de bolshevismo) reconstruir sus industrias y hacer frente a sus enormes compromisos derivados de la guerra. Y otro como más despampanante aún: del seno mismo del Consejo ha salido la resolución bolshevique, no sólo de entrar en relaciones comerciales con Rusia, sino de enviar una Comisión a los dominios mismos de Lenín --encomendada, por supuesto, a la cortesía y buena voluntad de éste-- para que vea cómo marchan allí las cosas e informe a Europa.
Tu te preguntarás, lector, si no te lo has preguntado ya, en el colmo de la estupefacción, por qué esta medida de estudiar por dentro, sobre el terreno, lo que pasa en Rusia, no se adoptó antes, cuando hacía más falta, o sea en el momento en que se deliberaba sobre si convenía o no proceder a sangre y fuego contra las nuevas instituciones que habían surgido en la tierra de los Czares al fulgor de la revolución. A cualquiera se le ocurre que era entonces y no ahora cuando el más elemental respeto a la verdad y a la vida humana exigía que se tratase de ver y de juzgar a los rusos comunistas, antes de acudir a la terrible medida neroniana de aquel bloqueo bárbaro que por tanto tiempo sumió en la desesperación a millones de niños y mujeres.
Pero el venerable grupo de ancianos que presidía entonces los destinos de la humanidad juzgó que cumplía mejor sus grandes responsabilidades adoptando el aire escandalizado de una niña púdica frente a la cuestión rusa, cerrando aparentemente los ojos, en un afán pueril de espectador de cinematógrafo que quiere dar a entender que el espectáculo es mucho para él. De las realidades inevitables surgidas durante el curso de la guerra y después de ella, hicieron los venerables patriarcas bíblicos un asunto de melodrama, repartieron entre alemanes y rusos los papeles malos, los de bandidos y malhechores, se adjudicaron a sí mismos los papeles buenos, los de la dama virtuosa perseguida y el galán bueno y valiente que corre a salvarla... y con eso ya creyeron que habían cumplido su misión y que no quedaba nada por hacer sino esperar... lo que acontece siempre al final de los dramas de cinematógrafo: que los buenos le apliquen una soberana tunda de palos y patadas a los malos y conduzcan a la cárcel a aquellos que no hayan perecido, quemados o ahogados, en pago de sus culpas.
Por encima, pues, de los asuntos que ocupan la atención de las agencias cablegráficas (cuando estas agencias no están demasiado embargadas contándonos al detalle las idas y venidas de Carpentier y del Gallito y Belmonte, y las explosiones oratorias, siempre las mismas, de los agentes y representantes diplomáticos del mundo); por encima de cuestiones tan traídas y llevadas como la de Fiume, la de las reservas y contrarreservas al Tratado en el Senado de los Estados Unidos y otras de la misma índole, repetimos que lo de más bulto que advertimos en el mundo hoy es el cambio de rumbo de la política de los del Consejo Supremo. Por fin han comenzado estos señores a medio abrir los ojos a la realidad; por fin salen de su actitud de anacrónica observancia de principios que eran buenos en los tiempos de la Santa Alianza para un mundo regido paternalmente por pequeños concilios en cada país, pero que ahora resultan ineficaces hasta la ridiculez, y gracias a este tardío despertar vamos evolucionando poco a poco hacia las nuevas soluciones que imponen los nuevos problemas.
La madre del cordero
¿Qué duda cabe de que entre estos nuevos problemas ninguno tiene tanta urgencia e importancia como el de conciliar la urgente necesidad de una mayor producción agrícola e industrial con el acrecentamiento de medios de vida que impone la cada vez más despierta y alerta conciencia colectiva de la clase obrera?
Son muchos, son innumerables los problemas que le quiebran la cabeza al estadista moderno en todas las naciones, pero todos ellos se reducen a uno solo que tiene la grandiosa simplicidad de todo lo fundamental: al problema de encontrar una fórmula en virtud de la cual el trabajo, tan necesario siempre a la vida humana civilizada, y mucho más necesario después de la guerra, no siga interumpido por falta de brazos voluntarios.
Desde luego que si uno presta atención a lo que dicen los financistas, hallará que estos señores no ven otra manera de explicar los mil conflictos de ahora que no sea atribuyéndolo todo a la falta de dinero y crédito en los países europeos. Pero no hay que ser un prodigio de observación para ver que esto del dinero y del crédito podrá ser la causa inmediata, pero no la causa primaria del conflicto, ya que es evidente que nada valen los créditos y los raudales de oro si no se cuenta antes, para hacer marchar la máquina interrumpida, con la cooperación franca y decidida del trabajador, que es la rueda catalina de todo el sistema de la producción.
¿Cómo hacer del trabajador inquieto e indómito de hoy el trabajador manso y voluntario de antes? He ahí el problema que está antes de todos los demás problemas sociales contemporáneos, incluso el del alto precio de la vida. Y lo que más asombra es que, precisamente, por ser éste el problema de los problemas, sea todavía hoy el que menos bulto hace en la mente de los que aquí y allá se afanan sin descanso por hallarle una salida al laberinto económico y político actual que no rompa la estructura del sistema social vigente. Y así vemos que se repite constantemente la cantaleta de que lo que hay que hacer ante todo es reducir el precio de las cosas "porque del desequilibrio entre el jornal y las subsistencias es que nace esa agitación que echa a perder las mejores combinaciones industriales de hoy". Pero para todo aquel que no contemple el espectáculo humano a través de un agujerito, como suele acontecer con los especialistas todos, es más que evidente que eso de la cuantía del jornal es el incidente y no la raíz de la cuestión. Ya pueden subir todo lo que quieran los jornales, que el obrero seguirá cada día más inquieto, más nervioso e ingobernable. Y es que la mosca que le pica no depende de que gane más o de que gane menos, sino que nace de que le ha salido algo que no tenía antes, y este algo se llama "conciencia"; conciencia de la desproporción enorme entre su potencialidad inmensa de factor principal de la producción y su condición de siervo asalariado, atado, esclavizado y envilecido de por vida por un jornal que no ha de representar nunca, por mucho que suba, ni una parte infinitesimal de lo que el espectáculo permanente de la vida de sus propios patronos le induce a desear primero y a reclamar después.
Y es trágico que en esta hora sombría por demás, en que sube y sube la ola negra del hambre y de la desesperación, no exista, en ningún gobierno de los grandes y en ninguno de los partidos grandes que monopolizan la fuerza política de los grandes países, ningún programa que represente siquiera un primer paso vacilante en el camino de las soluciones posibles del problema planteado por el estado de conciencia del obrero moderno. Lo que dice Bernard Shaw acerca de la situación política de Inglaterra, en un trabajo reciente que ve la luz en nuestra sección "Trabajos Notables", puede aplicarse a todas las grandes naciones del occidente de Europa y de América. Dice Bernard Shaw:
"¿Hay algún signo de la formación de algún partido en Inglaterra que rechace la idea del robo y la sustituya por la cooperación, por la producción común para el beneficio de todo el país, estando dispuesto a acabar no sólo con la holgazanería, sino con la condición de no productor? Yo debo confesar francamente que no descubro ningún partido que pueda en realidad decir esto".
Publicado en el blog nemesiorcanales
Compartido por Osvaldo Rivera
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