domingo, 24 de abril de 2016

CRISTAL


Entró despacio, pensativa. Caminó por el pasillo inacabable, el que lleva al corredor de hombres, de los que tratan de salir por pies de los círculos de Dante. Llegó hasta la cama de hospital donde encontró tendido a un hombre. La mujer se sentó a su lado. Lo miró pacífico, inconsciente; agredido por la maquinaria que le inflaba el cuerpo. Le contempló el rostro, sin descanso. Como si aguardara el premio a la contemplación paciente: una mueca, un signo de existencia, algo, pero no. Bajo la piel de su hijo no había nada, solo cicatrices y lágrimas tatuadas. Fatigada, recordó las noches que pasó a su lado cuidándolo la infancia. Le acarició la cara y le secó las hebras de saliva fresca escurridas por el cuello. Lo observó amorosa.

Algunos hombres y mujeres de blanco se acercaron, lo tocaron, lo movieron, lo exploraron, no encontraron nada. Ella cubrió el pecho de su hijo con las mismas sábanas que habían cubierto ya otros rostros y cuerpos abatidos. Uno de los médicos le habló lejano, casi al aire. La mujer abstraída le acarició el cabello, la frente, las mejillas. Escuchó voces distantes.

Una enfermera afligida se acercó, le puso trapos húmedos, vendas, y apósitos. Le introdujo líquidos dentro de las venas, ajustó tubos y mangueras, todo aquello que invadía su cuerpo. Lo atendía. Como si ante la muerte cerebral hubiera mejor cura que la muerte exacta, y breve.

Enraizada al mosaico bajo la cama de su hijo, lo recordó pequeño, tierno y suave, cariñoso. Después, ausente, seco. Más tarde, violento, perdido e incoherente: adicto. Y así hasta el día en que acompañado por su tribu se metió las dos bolsitas de cristal que se agenciaron en el antro. Le apretó la mano y lo observó amorosa.

RUBÉN CÁRDENAS MORÓN
Publicado en Ágora 13

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