martes, 1 de marzo de 2016
ENTRE CAFÉ Y VERSOS
Las cinco. Había llegado una hora antes de la cita, pero no le importaba esperar. El nerviosismo se había apoderado de él; las ansias por verla, por acariciarla, por besarla, eran más fuertes que sus esfuerzos por serenarse. Incapaz de recobrar la calma, decidió adelantarse, al menos, de que llegaba a tiempo al lugar convenido. Y ella, a su vez, quizá también se anticipara.
Acudió al bar donde habían acordado encontrarse, en una esquina, situado a tres cuadras de la casa de ella. Cruzó la puerta y fue a sentarse en una mesita junto a la ventana. Dejó en el suelo el maletín y pidió un café. Lo bebió a cortos sorbos, mientras sostenía la taza con ambas manos y trataba de recuperar en el cuerpo ese calor del que le había privado el gélido viento invernal que le había azotado durante el trayecto. Con mirada abstraída y ensimismada miraba por la ventana, a través de sus cristales empañados de humedad. Las calles empezaban a palidecer a esas tempranas horas de la tarde, cuando los días aún eran cortos. Esa media penumbra, donde la luz mortecina del atardecer empezaba a ser sustituida por los tonos ocres y fúnebres de las farolas, le aportaba un cierto sosiego, un poco de paz a su espíritu taciturno y soñador, como las luces bajas de ese bar tan discreto, tan poco concurrido.
Terminó el café y echó un vistazo a su reloj de pulsera. Las cinco y media. Dejó la taza en un rincón de la mesa y extrajo del maletín una carpeta; la abrió y cogió un par de folios y una pluma. Entonces empezó a escribir poemas, apremiado por el ardiente sentimiento que cabalgaba en lo más hondo de su pecho, ese corazón desbocado que le dictaba pasionales versos. Alzaba la cabeza cada vez que oía la puerta para ver si era ella. Quería ser el primero en ver al otro, y recibirla con el calor de sus besos.
Las farolas ya estaban encendidas y los niños corrían por las calles. La gente empezó a entrar en el bar y a hablar a gritos, sin cuidar las formas ni temer las indiscreciones. Volvió a consultar el reloj. Las seis y media. Ella se retrasaba. Pidió otro café y lo sorbió con inquietud. Le asaltó por primera vez al pensamiento el temor de que no asistiera, que su espera fuera en balde, que su corazón se destrozara con su ausencia. Miró el móvil, pero no tenía ninguna llamada suya, ni tan sólo un mensaje. Continuó escribiendo, ahora presa de una cierta zozobra, que lentamente se iba adueñando de todo su cuerpo. Cada vez alzaba la vista con menos esperanza de que ella apareciera y ahora sentía un incómodo sofoco en el pecho.
A las siete y media pidió otro café. Ya sabía que ella no iría. También era consciente de que tanta cafeína no le convenía, pero no le importaba; ya sabía que esa noche no iba a conciliar el sueño. La camarera, una chica joven, se percató de su estado apesadumbrado; de esas cejas caídas con esas tristes arrugas que presagiaban el llanto, mas prefirió ser discreta y atenderle sin mediar palabra. Esta vez él tenía la vista fija en la taza, con los ojos perdidos en el oscuro brebaje, mientras aspiraba su aroma y la pensaba. Mientras empezaba a llorarla en silencio.
Volvió a tomar la pluma cuando acabó. Ahora eran versos cargados de nostalgia, con un amargo sabor a despedida. Con mano torpe empezó a escribirlos, mientras las primeras lágrimas se le escapaban y resbalaban por sus mejillas, antes de precipitarse silenciosamente sobre el lienzo. Poco a poco los feligreses de Dionisos habían ido abandonando el local, saciada su sed y enardecidos los ánimos, aunque él no parecía haberse percatado de su presencia. La joven camarera lo miraba apenada desde la barra. Pareció comprender, pero no se atrevió a transmitirle una palabra de consuelo. Se le acercó tímidamente y balbuceó -Estamos cerrando. Lo siento. Él le dio un lento vistazo con los ojos anegados en lágrimas; sacó un billete de su cartera y lo dejó sobre la mesa. Salió del bar sin esperar el cambio, sumergido en el desconsuelo.
JAVIER GARCÍA SÁNCHEZ
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