martes, 2 de febrero de 2016
A LA LUZ DE LA LUNA
El cuadro debía ser pintado durante la madrugada, entre la una y las cuatro, en el abandonado cementerio de Uribelarrea, donde apenas quedan una bóveda vacía, más algunas cruces y lápidas rotas, hundidas en medio de los pastizales. El artista iría solo. No podía llevar reflectoresni siquiera una mísera linterna. Trabajaría con la luz de la luna llena. El cliente exigía un rostro realista, no así la luna que debía verse detrás de él, soberana, imponente, majestuosa.
El día y la hora indicados, Joaquín Rearte, famoso retratista, llegó puntual y se encontró con el cliente esperándolo. Se saludaron con un apretón de manos. El cliente le dijo que prefería no hablar
demasiado. Lo importante era el cuadro.
El artista hizo sentar al cliente en un taburete, en medio del campo. Marcó los primeros trazos con mucho ímpetu, pero sus brazos y sus pensamientos fueron volviéndose pesados a medida que iban
captando aquel rostro aguileño, de nariz delgada, con ojos negros e inquietantes y con tupidas cejas que se unían por encima de la nariz. Sus orejas pálidas y puntiagudas y su boca cubierta por un grueso bigote parecían rasgos sencillos de reproducir, pero dibujar cada línea le implicaba un
esfuerzo sobrehumano.
Aquellas horas fueron insoportablementearduas. A punto de caer exhausto, Joaquín culminó poco antes de la hora pactada. Le dolía todo su cuerpo, estaba agitado, y tuvo que sentarse en el suelo para hablar. Estaba al borde de un colapso. Con lo poco que le quedaba de energía, levantó el brazo y dijo:
—Es suyo, señor. Hice lo mejor que pude. No quiero verlo más.
El hombre tomó el cuadro y lo contempló, con una enorme sonrisa que dejaba entrever dientes afilados y blancos, como la luna. Sin perder ese gesto, el Conde desapareció entre las sombras.
José María Marcos (Argentina)
Publicado en la revista digitl 145
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