lunes, 26 de enero de 2015
LA NOTICIA FUNESTA
Aquella tarde de primavera, en que los empleados públicos marchaban en el desfile en honor al Presidente militar de la república, en sendas filas paralelas iban Consuelo Villamizar y Eliana Villafañe, quienes se desempeñaban como secretarias en una de las oficinas gubernamentales de la ciudad.
Allí flanqueándolas y con piropos lisonjeros iban también los amigos Alfredo Aristizábal y Alejandro Alcántara, quien a pesar de encontrarse ya casado y tener varios hijos, siempre vivía enamorado de Consuelo la bellísima joven que acababa de terminar sus estudios universitarios en la Universidad de Las Palmas, y quien apenas frisaba en los veinte años.
Consuelo era una linda trigueña, espigada de aire venusino y de porte trapío, de ojos ambarinos de mirada lánguida; de senos erguidos palpitantes; de cabellos negros y lácios que caían como una manta sobre sus hombros.
Un poco más adelante Consuelo contrajo matrimonio con Néstor Barberena; mas esto no impidió que Alejandro el hombre acaudalado, rubio, de apolínea figura, que pese a la gran diferencia de edades (él le llevaba a ella casi veinte años), continuara asediándola tratando de ganarse su cariño hasta que finalmente ella terminó enamorándose perdidamente de él, y separándose de su esposo.
Las relaciones entre ellos se tornaron tan apasionadas que Consuelo tuvo dos niños varones de Alejandro a quienes bautizó con los nombres de Eduardo y Martín respectivamente. Como a la sazón él aún estaba casado con Clarisa la madre de sus cuatro hijos, a pesar de sentirse muy culpable ante ella y ante la sociedad por esta doble vida, no lograba tomar un adecisión al respecto. Entonces un buen día, aunque muy a su pesar, Consuelo resolvió darle un ultimátum a su amado, y muy decidida le dijo:
—Alejandro: o te divorcias de tu mujer y te casas conmigo, o terminamos con esta relación.
—Dame un poco más de tiempo, y te prometo que pronto aclararé mi situación y podremos casarnos, y hasta irnos a vivir a los Estados Unidos que tánto me gusta. -le respondió él tratando de ganar tiempo.
—Está bien querido, pero recuerda que todo tiene un límite, y que yo dejé a mi marido por seguirte a ti.
Mas como el tiempo pasara sin que él tomara una decisión, Consuelo resolvió irse adelante a vivir a Nueva York. Alejandro la acompañó hasta el aeropuerto y ya al despedirse (ambos al borde de las lágrimas) él le reiteró su promesa de que muy pronto iría para casarse y formar la familia que tánto ansiaba ella.
Así pasaba el tiempo entre cartas y llamadas apasionadas y promisorias hasta un día cuando Alejandro le dijo que estando ya casi para pedir el divorcio a su mujer, ésta había caído enferma victima de un agresivo cáncer pancreático, y que por consiguiente y por consideración hacia sus hijos, sentía que sería innoble y deplorable de su parte darle este golpe mortal; pero que si se había separado de ella un poco antes de saber la dolorosa noticia.
En estas condiciones pasaron unos meses. Consuelo trabajaba ahora como secretaria en una firma de ingenieros. Sus dos hijos Eduardo y Martincito, quienes habían empezado a asistir a la escuela, a menudo preguntaban por qué no disfrutaban como los otros niños de la compañía de su padre, a lo cual ella les respondía de manera muy convincente, que él aún tenía problemas por resolver antes de abandonar el país.
Un buen día Consuelo fue invitada a la celebración de la boda de una de sus compañeras de trabajo, y después del acto religioso, muy animada asistió a la sala de fiestas en donde se encontraban muchos de sus colegas y amigos. Estando allí, salió al jardín para llamar por su celular a su amado Alejandro quien en ese preciso momento se encontraba visitando a Clarisa su mujer que se había puesto muy grave y por consiguiente había sido hospitalizada de emergencia. Él -quizás por los remordimientos de conciencia y por el amor a sus hijos-, había resuelto no llevar su separación hasta el divorcio. Entonces en un premeditado tono muy distante y frío le contestó: —Haz lo que consideres conveniente, pero yo he resuelto continuar con mi mujer.
Cuando Consuelo regresó al salón de baile en donde todo era alegría, estaba sonando precisamente “Candilejas* la canción preferida de Alejandro con la que tántas veces con sus cuerpos entrelazados apasionadamente, habían danzado transportados al cielo bajo el embrujo de su letra: Tú llegaste a mí / cuando me voy, / eres luz de abril / yo tarde gris. / Eres juventud, / amor, / calor, / fulgor de sol. / Trajiste a mí / tu juventud / cuando me voy. / Entre candilejas / te adoré, / entre candilejas / yo te amé…
Cuando Consuelo escuchó esa canción, estalló en su alma la más enloquecedora, cruel y doliente remembranza. Entonces en un deseo desesperado por olvidar, se dedicó morbosamente a libar hasta el punto de sentirse completamente embriagada.
Es de anotar que cuando ella disgustaba con Alejandro, -cual una niña caprichosa- solía esconderse para causarle angustia. Así lo hacía cuando se encontraba en su compañia allá en la finca “Los Cámbulos” de propiedad de él, localizada en las afueras de la ciudad y en donde habían vivido días esplendorosos de amor paradisiaco.
Aquella noche fatídica, inconscientemente -quizás bajo su estado de embriaguez-, Consuelo acudió al eterno truco de esconderse olvidando que nadie sabia de este secreto.
Cuando sus compañeros de fiesta notaron su larga desaparición, empezaron muy preocupados a buscarla dentro del recinto; luego afuera en los jardines, y por último se dirigieron a su carro para verificar que a lo mejor se había ido a descansar allí mientras le pasaba la borrachera. Mas cuál no sería el asombro al descubrir que estaba dentro del maletero. Inicialmente pensaron que se encontraba dormida, mas luego comprobaron atónitos y sobrecogidos por el pesar, que estaba muerta…
Esa fue la terrible consecuencia tras ¡La Noticia Funesta!
* El título inicial de esta canción fue: “Eternally” (1952) con letra escrita por Geoff Parsons & John Turner, y musicalizada por Charles Chaplin. Fue usada para su película “Limeligh”, que ganó un Oscar por su alta marca en dramatismo y originalidad.
Leonora Acuña de Marmolejo -Estados Unidos-
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