El ambarino dorado
resplandece,
inmenso.
Derrite prerrogativas
de lontananzas.
Saluda,
hoy,
al hombre que trae sonrisas.
Obliga,
sin mandar,
por difusos entresijos,
rocambolescos,
de cruces de causes,
que reta
la achatada lata,
que raspa el asfalto.
Emanan
oleaginosas esencias.
Abren
lo rosáceo de las puertas.
Detienen.
Enclavan.
Eternizan.
Juan Francisco González-Díaz
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