A D.P. y E.R.
Es cierto. Usted se ha ido al otro extremo
de esa cuerda sin límites que es la resurrección.
Pero no importa, seguimos esperándolo.
Palomas y poemas en mano
en la costa de Banes o en la Bahía de Corinto,
donde un extraño parque desvencijado lo recuerda
olvidado mil veces por la mano del Padre.
No hay dudas. Es la Nada la única respuesta
para su largo exilio,
moviendo los pies como un titiritero
que invierte los papeles en el circo del alma;
porque qué puede ser la lejanía sino una marioneta
fuera de todo cálculo
de los ordenadores que detienen la noche sin el olor del mar.
Qué puede ser la lejanía, ese trivial concepto.
Ah, si al menos lo hubiera conocido, si aquellos versos
que le envié con los delfines, un día de noviembre,
usted los hubiera leído, antes de marcharse a dormir
con los pequeños,
qué fortuna la mía, que goce para un desconocido
en la provincia que dibujan los hombres con los ojos vendados.
Pero jamás llegó su carta,
jamás escuché la voz temblorosa de mi madre decirme:
«es de Madrid,
debe traer noticias de la crisis de Europa.»
Su carta, definitivamente, no llegó
y en su lugar respiré hondo en la isla invisible.
Ahora qué suerte poder decir su nombre,
escuchar esta música que regresa de lugares remotos
con la victoriosa certeza de sus palabras
y aquella voz tan suya repitiendo incansable: «Yo te amo,
ciudad».
Qué suerte poder decir su nombre,
escribir que usted era el último de los iluminados,
sin que nadie me mire de reojo
al final de este siglo de infinito rencor.
Usted tenía razón: «silbar en la oscuridad para vencer el miedo
es lo que nos queda»
y silbar es muy fácil sobre un alto sepulcro
si las sirenas no llaman al viajero con la misma pujanza.
Usted tenía razón, siempre tendrá razón cuando se trate
de invertir el desánimo
en proferir insultos contra los viejos mitos
como un lastre o como un susurro que recorre las plazas
y las cosas se transforman al azar
a fuerza de derribar las máscaras,
comunes en estas tierras vírgenes.
Las cosas regresan al origen, inofensivas y mórbidas
vuelven a su mudez
y el cervatillo alocado cabecea contra las fieles ubres
y el pájaro de la burla grazna su mal presagio cómplice
y el niño abandona sus juegos en una escena
de aterrador silencio
y todo sigue su curso invariable hacia la destrucción.
Ah, si al menos lo hubiera conocido en una esquina
de este pueblo marchito,
cuando usted aún no pretendía ser el eterno inocente
que escribiría inmortales palabras en la arena.
Si usted hubiera sido menos inaccesible que la insularidad
cuánto placer mostrarle un manuscrito: «destrócelo, Maestro,
nací a un manojo de versos de Saúl
y he deseado sus tachaduras desde hace muchos soles.
¡Cuánto placer adormecerme junto al Puerto de Paita
mientras los barcos se aproximan, viudos de lobreguez,
a las orillas de esta noche donde concluye el sueño!»
Es cierto. Ahora usted se ha ido, una vez más hacia la súplica
y sólo queda rezar por estas quietas frondas.
El destino del hombre no es la sombra ridícula
ni el llanto de los guerreros al final del combate,
pero nuestro destino es rezar por los astros
que parten y regresan como la podredumbre.
Ya sabe cuánto cuesta seguir mirando al Este,
gemelos de una historia que nos promete asombros.
Nuestro destino es asomarnos siempre al lago de Narciso
y arrojar lentas piedras a una imagen distante.
Hemos crecido ajenos, temerosos y simples como la desconfianza
pero miramos al mar, que empuja nuestros cuerpos playa afuera
de las generaciones que anhelaron poder huir del laberinto
en que se debatían.
Miramos al mar, en su plenitud de desierto cambiante
como nuestras ideas,
y el dolor se reduce a la antigua metáfora de la separación
del agua entre las aguas.
El dolor excluye la luz de las tinieblas
como un oscuro símbolo.
¡Qué tristeza olvidar el rito de la sangre,
el juicio de las cosas que han de ser juzgadas
por el desvalimiento,
cuando la rosa y el fuego sean uno como pedía un escriba!
Este es el tiempo de la fatalidad,
tiempo de disparos y de saltos sin fecha,
tiempo de derrumbes y proclamas inútiles.
El hombre dicta, a ciegas, tumultos de esperanzas
y se arroja al Vacío desde un balcón de odio.
Yo no comprendo nada, yo soy un inocente.
¡Si pudiéramos encontrar algo puro y durable
de sustancia humana!
Pero usted ve, la ilusión no germina
y yo escribo estos versos de implacable memoria
cuando algo me dice que moriré al final del poema.
Ah, si al menos lo hubiera conocido,
si hubiera celebrado conmigo aquel fallido ascenso
como celebró, secretamente, el ascenso del poeta
condenado al paisaje
por una época de escasos esplendores;
sería todo distinto para el que ahora se conforma
con releer apuntes
de los que aseguran haber visto sus manos
bajo el disfraz senil de la paciencia.
Ya no tiene sentido saber cuál es el próximo que cruzará
el Jordán
o que tendrá puestos los ojos en el pueblo de Uruk,
porque los días se acortan
y los patriarcas juran que imaginarias eras
reducen a la impotencia a los pajes del Reino.
Usted se ha marchado,
dejándonos un sabor de archipiélago mudo
entre los labios,
y no habrá océano que restaure de prisa
las simas de frustración que apuntaló la diáspora.
RONEL GONZÁLEZ SÁNCHEZ
Publicado en Palabras Escritas
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