miércoles, 30 de julio de 2014
GAJES DEL OFICIO
Sobre el escenario, un escritorio de consulta médica y, al lado, un biombo tras el cual se adivina una camilla. Todo, de un blanco impoluto. Un doctor vestido con bata igualmente inmaculada escucha a su paciente. La cartera minis-terial reposa en el suelo, junto a su propietario, de frente al público: las fatigas y sinsabores han dejado su rastro en la piel marchita, llena de arrugas.
El hombre de mediana edad se explica atropelladamente, sin tomar siquiera aire. Como si temiese al silencio. Como si estuviese acostumbrado a hablar sin reflexionar y, por supuesto, sin esperar contestación. Sin interesarse por recibir contestación alguna. Como si sólo él poseyese todas las preguntas y, también, todas las respuestas.
PACIENTE:
Pues verá, doctor, últimamente yo sentía un malestar indeterminado: una molestia difusa de origen impreciso que me tenía preocupado. Hasta que hace un par de días, busca que te busca y piensa que te piensa, a fuerza de reco-nocerme a fondo, me encontré este bultito. (Acercándose al galeno por encima del escritorio y señalando con el índice un bultito invisible en su sien izquierda. El médico se coloca las gafas y explora insistentemente la zona seña-lada.) En vista de los síntomas, estoy seguro de que convendrá usted conmigo, el pronóstico se me antoja reserva-do. (El paciente parece perder la compostura. Se agita en su silla y la voz se le quiebra.) ¿Por qué a mí, por qué, Señor? Cuán injusto es el sino. Si yo he hecho vida normal, se lo aseguro. Nada extraordinario, ningún exceso últimamente. Todo como siempre: un par de recortes presupuestarios en partidas superfluas, un quítame allá esos derechos innecesarios… Por más que pienso… No, nada de extraordinario. El pan nuestro de cada día. Nada que no se pueda solucionar con un padre nuestro y dos avemarías, vamos. Lo de siempre, ya le digo. (Bajando la voz, avergonzado.) Y sin embargo, si no lo creyese imposible, yo diría que estoy… que estoy… (Con los ojos como platos, visiblemente horrorizado.) SOMATIZANDO. ¿Qué piensa usted, doctor? (Gime desesperado.) ¡No me deje en esta zozobra, dígame algo! (Súbitamente recompuesto, muestra la palma abierta como una tarjeta roja. Dejando al galeno con la boca abierta y sin darle tiempo, de nuevo, a meter baza, sigue en tono melodramático.) Lo sé, no diga más: es gravísimo. Mejor no seguir fingiendo y afrontar la enfermedad con entereza. Una cosa así puede poner en riesgo toda una carrera labrada a base de trabajo y esfuerzo ajeno. Cuando los gérmenes del remordimiento se apoderan de uno… Los escrúpulos son bichos traicioneros, muy difíciles de erradicar. Usted lo sabe tan bien como yo. Hay que atajarlo cuanto antes, ahora que lo hemos detectado aún en su fase inicial. El problema es muy inci-piente, y todavía hay remedio. Prescribir simples paliativos no tiene sentido: debemos agarrar el toro por los cuer-nos. Yo recomiendo la cirugía. Me lo extirparán de raíz y quedaré como nuevo. (Señala de nuevo el bulto invisible de su sien.) Liberado de este peso, qué digo como nuevo. Mucho mejor que eso. Quedaré… quedaré… como cuan-do, de becario, aún me limitaba a pegar carteles y llevar cafés.
Salomé Guadalupe Ingelmo (España, Madrid)
Publicado en Los Cuadernos de las Gaviotas
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