lunes, 2 de junio de 2014
EN EL LUGAR DONDE ESTOY
No toquen las campanas por mi muerte.
Esperad, que yo las tañeré
mientras enterráis mi cuerpo
y lloráis mi alma.
Hace tres días que fallecí. Así de simple, así de terrible. El destino es un duende travieso, invisible y esquivo, que se empecina en convertir lo imposible en certeza. Nunca debí tomar aquella dirección, poco usual en mi recorrido, y era además demasiado tarde para dar uno de mis paseos nocturnos. Quizá debería haber rehusado esa última copa, o podría haber ingerido un trago más del vino de Oporto que me ofreció uno de los anfitriones. Me quedé a mitad de dos decisiones… y pagué por ello. Achispado, más alegre de lo habitual, pero consciente de que tenía que despejarme antes de llegar a mi domicilio para no suscitar las quejas y recriminaciones de mi esposa, decidí alargar mi caminata más de la cuenta. Tanto, que se ha vuelto trayecto eterno y sin retorno. También sin destino.
La calle, tan estrecha y pequeña que casi pasaba desapercibida, me pareció adecuada porque también tenía el aspecto de ser poco transitada. No quería toparme con conocidos que descubrieran mi ligero estado de embriaguez, y pasar por allí me evitaría encuentros embarazosos. ¡Metódico en todo, cubría mis posibles vergüenzas callejeando por donde sólo debieran hacerlo ladrones y borrachos de jornada completa!
Ufano en mi ignorancia no estaba preparado para lo que sucedió después. Aquel desconocido me atacó de improviso en el callejón, al torcer una de sus esquinas, una noche de lobos y de tragedias sin luna. No supe la razón que tenía: si fue para robarme, porque una locura diabólica lo hubiera poseído o, sencillamente, no tenía otra cosa mejor que hacer y se entretuvo en practicar la humana violencia. Como un muro de carne, el hombre se abalanzó sobre mí: sentí la brutalidad de su ataque sin que mi mente pudiera adaptarse a la súbita situación, adormilada por el alcohol y un principio de sueño. No tuve tiempo de defenderme, ni siquiera de emitir un grito que jamás salió de mi garganta. El hombre, sólido e inmune como una estatua, me arrojó al suelo y se lanzó sobre mí, y luego, entre ruido de forcejeo y jadeos, llegó el insoportable dolor y la calmante pausa de inconsciencia que precedió a la muerte. A mi muerte.
Había dejado de sentir, y mi cuerpo comenzó a enfriarse en ese mismo instante. Morí, o me asesinaron, de una forma clara y contundente, y para eso ya no hay remedio. Poco me importa la forma en que mi cuerpo quedó caído, o si un gato hambriento y vagabundo que me encontré al inicio de la calle pasó a mi lado y me miró con sus ojos felinos y alejados de las banalidades de los hombres. Mi corazón tampoco tendrá que dar excusas a mi viuda, y los deliciosos Oporto y Jerez quedarán a expensas de otros paladares ajenos al mío. La calle seguirá ahí, insensible, desprovista de humanidad. Una angostura en la que las lluvias caerán y lavarán las manchas de sangre, y que las ratas recorrerán en sus sinuosos paseos del hambre.
Ahora me rodea una oscuridad intensa y el sonido de mi propia respiración. Siento un frío que proviene de mí mismo, pero no debo quejarme porque ¿acaso los cadáveres tienen el hálito de la vida caliente? La vida es calor, es energía… y es sangre, sobre todo, sangre caliente. La mía debe haberse coagulado ya, y se ha convertido en un simple mejunje sin valor.
En mi interior, sin embargo —y al contrario de lo que dice la lógica de una defunción—, “algo” se ha despertado entre la negritud y el frío, ansioso, desesperado e inquisitivo como una duda que nos atrapa y que busca su respuesta cómplice. Retuerce mis tripas, moviliza mis miembros rígidos, recorre todo mi cuerpo, expandiéndose por las venas, arterias, músculos, nervios… hasta llegar al propio cerebro y reactivar las neuronas.
¿Dónde estoy? No hay nada en mi derredor; nada que pueda ver dentro de esta misma negrura que me acompañó la última noche de mi vida y desde el primer segundo de mi muerte. Muevo los brazos un poco y topan con lo que parece madera, y empiezo a palpar; arriba, debajo, a los lados. ¿Dónde estoy? Un brillo de inteligencia atraviesa mi mente, perdida en la tormenta de ideas que van y vienen. ¡Estoy muerto y enterrado: esto es un ataúd! Sabía que no me encontraba entre los vivos, pero ignoraba que yacía entre los muertos.
Me pregunto cómo puedo ser cadáver y, al mismo tiempo, tener estos pensamientos, estas sensaciones. No tiene lógica ¿Podría haber resucitado dentro del ataúd, como en esas viejas historias de terror que leí cuando era joven? Lo dudo. Más aún: es imposible que eso haya sucedido. Morí violentamente y no de forma natural. Eso es algo que no puede olvidarse, y quizá esté sufriendo la condena de los que fallecen: recordar los últimos acontecimientos de la vida. Noto que mi pulso se acelera, y que mi corazón late con más fuerza, incluso con violencia desatada, con pasión desconocida. Un corazón que responde como si yo estuviese vivo y necesitado de moverme sin cesar. La memoria viene a socorrerme, o a martirizarme: aquel hombre, mi asesino; su mirada, aquella sonrisa, aquellos labios entreabiertos… y sus dientes. Sí, sus dientes, y entre ellos, sus colmillos, blancos, ansiosos, afilados, que se acercaban a mi garganta abierta. Entonces lo adiviné, un milisegundo tarde, para olvidarlo después en el paréntesis entre dos vidas.
¡No, no! Me agito desesperadamente en mi ataúd, y lo golpeo con la poca fuerza que me da la impaciencia y el estrecho y claustrofóbico continente. Apenas puedo mover mis brazos y empujar contra las paredes de tan miserable prisión. Sé que es una lucha inútil: estoy encerrado en un féretro, que a su vez está introducido en uno de esos nichos de piedra enclaustrados en un espacio mínimo que encargué en vida, incapaz de sospechar la situación en la que me encontraría en este presente sin futuro. ¡Encerrado por partida doble! No podré salir nunca, nunca.
Pero lo peor no es este encierro al que podría acostumbrarme con la paciencia del ermitaño que renuncia a la vida, no: mi tortura, mi condena eterna es esta ansia incontenible de beber sangre. Un ansia que emerge y que crece, y crece, y crece… y que no puedo contentar.
Francisco Segovia Ramos -Granada-
Publicado en el periódico Irreverentes
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