Durante sus correrías por África
Arthud Rimbaud era asediado
por los perros.
Amarillos, feroces, persistentes,
trotaban y gruñían
mezclándose en la sombra del poeta.
Reproduciéndose a dentelladas
famélicas.
Todas las mañanas Rimbaud
llenaba sus bolsillos de piedras afiladas
para mantener a raya a los perros
que palpitaban
por su carroña.
Lo que iba dejando a su paso
los alimentaba.
Ruinas y hombres oscuros
rajados a latigazos
de un idioma incomprensible.
Los perros de Rimbaud lo atormentaban.
A veces lo esperaban
echados en las galerías
y lamían sus manos.
Otras
con los pelos erizados
y las fauces rojas
lo acechaban encorvados
en la oscuridad.
Nunca supo qué le producía más terror.
Los vio en África.
Los procreó en Roche.
En Marsella lo alcanzaron
y les dio de comer su pierna.
Adiós les dijo
al expirar.
Del libro El alma y otros lugares de Miguel Gaya -Argentino-
Publicado en la revista Estación Quilmes
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