Arranca desde el Puente de Toledo, paso obligado que une las dos orillas del escuálido río Manzanares, la calle en cuesta interminable que habrá de cambiar tres veces de nombre antes de llegar al lugar que pretendemos. Todavía el tráfico es denso y las aceras lucen unos escaparates limpios y claros en cuanto a la mercancía que exponen cosa que ha de cambiar según vayamos ascendiendo la calle y veamos aflorar por doquier establecimientos de corte oriental donde se vende de todo y de nada. El pequeño comercio va perdiendo fuelle con la cuesta arriba y aquello que otrora fue una perfumería hoy es "El Corte Chino", tanto como la antigua ferretería de portada de madera es hoy el emporio "Don Pin". La gran urbe, aún en esta periferia donde todavía quedan reductos amantes de lo sencillo, parece cada vez más irreal, como si alguien o algunos hubiesen colocado fachadas, escaparates, farolas o aceras ajenos a aquellos que las miramos, caminamos o habitamos. Creo que si nos pusiésemos de acuerdo una centena de viandantes y estornudásemos al tiempo se caería todo el entramado escénico en un abrir y cerrar de ojos y comprobaríamos la magnitud de todo el cartón.
Cuando llegamos a la encrucijada que parte la dirección entre la carretera de Toledo o la de Extremadura, estamos a un escaso kilómetro de nuestra meta. Hacemos un último esfuerzo para domar el recrudecimiento de la pendiente y entramos de lleno en una espesa niebla, incomparable a la niebla gallega, a la auténtica pontevedresa, queridos lectores; a la que me refiero es sólo humareda, una neblina salpicada de moratones que no son más que volutas de contaminación, esta cortina moteada, que puede refrenar al foráneo pero que al vernáculo con más ansias de irrealidad invita, no es ni más ni menos que el paso obligado a la barriada de Kavaranchel, tal y cómo decían mis hijos cuando apenas levantaban tres palmos del suelo. Entramos en las bocanadas de mi imaginario como cualquier otra defensa que necesita un solitario. Entre las antojadizas formas de esta humareda neblinosa distingo, como no, a Kabalcanty fumando apoyado sobre el tronco de un torcido platanero. Un capirote de humo más renegrido se asienta sobre su calva a guisa de sombrero de gánster. En ese trance mi sombra juguetea, libre de silueta, y me saluda llevándose un dedo al ala del sombrero vaporoso de él. Al poco, vuelve a lucir el sol turbio y la acera, la calzada, las fachadas y escaparates vuelven a estirarse o a erguirse ante mí. Detrás persiste la humareda enroscándose y desenroscándose, taponando el otro bufido de la vida, lo inevitable, la extensa soledad habitada.
En este barrio postizo vivo, allí, un poco más arriba, en aquel edificio de la esquina, ese que tiene por bajo la farmacia de Paco y el bar "Prieto" de Baldomero, aula magna de Kavaranchel donde se dan cita los "catedráticos" más notables: Celestino Buey; el Luis; doña Pura, la lotera; Sebas, el de las quinielas; Pepe, el mecánico; Ramón Ruiz; la Maruja, y otros insignes más que iré presentando poco a poco. Pero también en este barrio marginal, obrero, limítrofe, ya que la siguiente población será pueblo y no barrio, que subsiste gracias a la imaginación y al sentido del humor en estos tiempos tan sobrios y mentecatos, en este barrio, como digo, también habitan irrefutablemente los imbéciles, os advierto respetados lectores. Sin embargo y en cualquier caso son cretinos de índole pobre, poco peligrosos, con escaso poder económico, que poco o nada afectan directamente en la vida de la personas a diferencia de otros papanatas con mayor relevancia que, para alivio de los kavarancheleros, no viven ni vivirán por estas calles enlosadas de tinta, o eso deseo.
De estos y de aquellos sabremos más en breve, lo prometo.
MANUEL JESÚS GONZÁLEZ CARRASCO -Madrid-
Publicado en el periódico Pontevedra Viva
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