Había una vez en Praga un maestro relojero. Su fama y minuciosidad eran tales que recibía pedidos de las personas más influyentes. De modo que reyes, sultanes, zares e incluso el propio papa se encontraban entre su nómina de clientes.
Cierto día el alcalde de la ciudad le hizo una propuesta, a medio camino entre el encargo y el desafío: construir el reloj de los relojes, el mejor de entre todos. Aquel maestro aceptó el reto, no tardando en ponerse manos a la obra. Invirtió en ello cinco largos años, seleccionando el material más idóneo y puliendo con mimo cada una de sus piezas. A su final, el resultado fue extraordinario: un reloj majestuoso, con detalles astronómicos, capaz de dar la hora babilónica –de vital importancia para magos y alquimistas por medir el tiempo que pasa entre el amanecer y el ocaso- y adornado por unas estatuas capaces de moverse al son de las campanadas.
El alcalde y sus convecinos quedaron entusiasmados. No hay reloj más preciso en ningún lugar del universo. ¡Ni más bello…! Y por eso, pagaron debidamente al maestro.
No tardó en correr el rumor de que este había recibido un nuevo encargo desde el ayuntamiento de otra ciudad para que fabricase un reloj que superase en virtudes al recién presentado. Los ediles de Praga trataron de convencerle para que rechazara la oferta, pero ante su negativa acabaron dejándole ciego. Luego destruyeron los planos y su taller, asegurándose de que no habría posibilidad para que tal hecho se produjese.
Cuenta también la leyenda que el maestro enfurecido quiso vengarse de aquello introduciendo su mano en la maquinaria del reloj. Así consiguió que se parara, si bien en ningún caso pudo evitar que esa obra –precisamente suya- siguiera siendo una de las más valoradas del mundo.
Texto perteneciente al relato Donde duermen las leyendas, incluido en el libro Praga, Antología de relatos de MANUEL CORTÉS BLANCO
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