Sentía rechazo por las ideas de los adultos de las que no quería saber nada. Sus diecisiete lo vestían de huesos largos, buena nariz y barba rala. Pensaba o creía que pensaba en la estafa de sus mayores y en la de los mayores de sus mayores, y esa mañana decidió cambiar para seguir siendo el mismo.
Dejó una carta a su madre, con la que intentó superar el miedo a necesitarla; pensó que a su padre no le importarían dos manos menos, después de todo, también se llevaría la boca. Para sus hermanos, no tuvo ni el destello del desgano.
Partió hacia las aventuras del ruido y la melancolía; durmió en lechos de silencio y extrañó las tibias manos con tisana y las madrugadas con labios y sonrisas. Supo entonces que sólo el acto destina, pero ya tenía treinta y no sabía aún si las voces de los hombres concordaban con sus manos.
Capituló la dicha, capituló la pena; y la pena y la dicha se fueron con él, tiempo después, cuando lo crucificaron.
Del libro Minicuentos grises de RICARDO RUBIO
Publicado en el blog revistaislanegra.fullblog
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