Tenía tantas ganas de verlo muerto que cuando se encontró de negro y dando la mano a todos los vecinos en la puerta de su parroquia, tuvo que contenerse para, por un lado, no sonreír de felicidad y, por otro, no entrar a postrarse ante santa Águeda en agradecimiento por habérselo llevado por fin.
Cuando sacaron el féretro para irlo a enterrar, ella estaba embelesada con una pareja de gorriones que llevaban una animada conversación en una rama cuajada de flores.
Los deseos, si se cumplen, hay que seguirlos hasta el final sin despistes, y si no que se lo digan a ella, que dejó pasar la ocasión contemplando unos pájaros y todo volvió a empezar con él golpeando la mesa en demanda de comida y ella en la cocina con su blusa rojo sangre.
SUSANA MEYNIEL
Publicado en la revista Sea breve, por favor
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