A veces, después de tantos desencuentros, pienso que Buenos Aires se va a diluir.
Es la ciudad latinoamericana que más contiene una mitología estética: sus rincones rebozan de palabras, de cadencias y de gestos de cada uno de los cuerpos que la atraviesan. Tal vez por esa misma causa creo que pueda disolverse, para luego evaporarse sin remedio. Todo el vitalismo que de ella emana es lírico y como tal flota en un extraño éter de relaciones humanas y memoria. La transmigración al alma. Freud.
Ahora bien, estoy convencido que Jorge Luis Borges es uno de los responsables de esa sublimación que percibo de Buenos Aires. Porque a decir verdad la ciudad tiene una estructura material, pero por sobre ella, Borges a inventado un mágico porteñismo anterior a él mismo y que iría a sobrevivirle eternamente. La de las casas chorizo con patios rodeados de malvones , la de los crepúsculos en los arrabales, la de las paredes descascaradas de amarillo, la de los barrios rodeados de mitos y fantasmas, la de las largas caminatas recordando a malevos. También, se me hace que Borges preveía una Argentina conflictiva, partida políticamente en la noche oscura de los enfrentamientos. En una conferencia afirma al pasar: “Una de las grandes tradiciones argentinas consiste justamente en superar lo argentino”.
En los charcos del transitado empedrado de los suburbios, siempre puede verse el cielo.
Existe un singular libro que reúne unas conversaciones suyas sobre política en donde se aprecia como malgastó ingenio con la inmunidad que garantiza el ejercicio de la literatura. Allí dice: “Soñando y escribiendo creo haber hecho más por la patria que varios generales juntos”. Muchas veces durante su vida, Borges lamentó no haber sido digno del coraje físico, del arrojo, de la osadía ante la muerte; en suma, de lo que él llamaba su herencia militar. En 1946 Borges pierde su empleo en la biblioteca pública de Almagro, circunstancia atribuible a su declarada posición antiperonista y a la obsecuencia torpe de algún funcionario del gobierno (Perón no estaba de acuerdo con ese despido). Humillado, herido en su vanidad, el escritor responde al agravio con la incomprensión y el odio. Ya no habrá retorno para él, como no lo habrá para tantos argentinos que no supieron ver lo bueno detrás de la retórica de los insufribles funcionarios veniales, actitudes que empujaron a Borges a ejercer una oposición intransigente.
En el peor momento de su conflicto político Borges escribe: “Es el amor. Tendré que ocultarme o huir. Crecen los muros de la cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño? Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar. Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo”.
Ésta gran metáfora muestra que Borges era el apóstata de una fe que no pudo profesar nunca. ¿Se evaporará aquella morfología de Buenos Aires tan a la hechura de Borges?
Juan Disante
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