viernes, 29 de marzo de 2013
LAS CUIDADORAS
La tía Pepa se murió, y parece que no hay mucho que decir al respecto.
Hablamos sobre su coraje para afrontar la ceguera, la soledad, la muerte de los que amaba. Nos maravillamos de su valentía, y más que nada porque no hizo nada extraordinario, salvo la pequeña faena de estar a la altura de los acontecimientos, tan poco y tanto, como ser una persona común en un universo ordenado y regido por la lealtad y lo honorable.
Hizo la tía Pepa lo que cualquier hijo de vecino haría en esas situaciones en las que se obstina en colocarnos la vida. Regordeta y bajita, se empeñó en no dejar abandonados a su suerte a los que necesitaban un lugar donde recuperarse de una catástrofe. Y no era rica la tía Pepa. No enviaba un sobre con dinero ni un lacayo con orden de ponerse al servicio de la hermana enferma. Ponía su trabajo, su cariño, su cuerpo.
Una persona, como digo, ordinaria en un universo que responda a un ordenamiento moral de los aconteceres. En este lugar imaginario, la tía cuidadora de todos y ocupada su entera vida en sostener manos y acariciar mejillas, en este lugar de leche y miel debiese, la tía Pepa, haber muerto entre cálidas lágrimas y temblorosas sonrisas.
La tía, en cambio, murió en una terapia intensiva, sin poder retornar a su San Cristóbal natal, con sus hijos uno muerto y el otro atrapado por la frontera de Estados Unidos que es lo mismo que estar muerto pero más ignominioso.
Murió lejos de su tierra natal, estragada por la imposibilidad de ayudarla de los que en otro tiempo recibieron sus cuidados. Y es que no hubo una cuenta que deje a tablas la relación entre debes y haberes. En esa cama de terapia, atendida por personas a las cuales no les concernía y no conocían su historia, sobreviviendo diez atroces días al momento en que por piedad hubiese debido dejar de respirar y latir para el dolor, la tía Pepa no obtuvo lo que por justicia hubiese merecido.
Y es que las cuidadoras no siempre son cuidadas. Y es que no siempre el bien halla su recompensa, y es que el universo suele mostrarnos que carece de rostro.
Gabriela, cuidadora ella también, pequeña y toda sonrisa y rulos alborotados. Gabriela sufrió doblemente por la muerte de su tía y porque se sintió traidora. No pudo ordenar el universo para ella. Falló.
Gabriela, cuidadora ella también, no pudo esta vez remendar el saco con un desgarrón, podar el arbusto con ramas secas, dibujar con su voz las letras que se le van borrando a Alfredo, torcer la realidad con tenazas.
Y es así, esta raza de mujercitas esperanzadas lucha cada día contra el caos e intentan dar un orden moral a los hechos que irremediablemente doblegan, rompen, desarman. Ellas se baten a duelo con la injusticia, armadas con sus ollas y sus bolsas de agua caliente. No se dan cuenta de que jamás son vencidas, porque la derrota es lo inevitable como inevitable es la muerte, pero con sólo su voluntad de presentar batalla hacen de este mundo un sitio más soportable.
MÓNICA RUSSOMANNO (Santa Fe-Santa Fe-Argentina)
Publicado en la revista Gaceta Virtual 75
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