martes, 1 de enero de 2013
VISLUMBRES DEL ENIGMA
(Artículo de 1918 continuación de ¿PODEMOS SER FELICES?)
Al llegar a este punto de lo que debe ser nuestra vida, me doy cuenta de que insensiblemente he llegado hasta tocar el cogollo del más arduo e inmenso de los problemas humanos, y tiemblo de espanto. Dar nada menos que una pauta, que una fórmula precisa y definitiva sobre el rumbo que debemos tratar de imprimirle a nuestra vida es como ofrendarle de una vez a la humanidad una síntesis, un extracto de todas las filosofías. Y como ni soñar puedo en tal obra, me apresuro a repetir que no emprendí esta pequeña y sencilla exposición de mis puntos de vista con ínfulas doctorales, sino puramente como un espectador que ha ido al teatro, no para dormirse, sino para observar, para asomarse, todo curiosidad y simpatía, a lo que está pasando en escena... y ahora prorrumpir en un aplauso, y luego en una exclamación de disgusto o de horror, y después permitirse tímidamente un comentario y en todo tiempo mantenerse despierto y alerta para no perder ni un solo detalle importante de la acción central. No son, pues, conclusiones y sistemas los que voy a formular. Son impresiones, pero impresiones de un espectador que, ni se ha puesto a dormir y a roncar, ni se ha quedado alejado e indiferente.
Pero, basta de preámbulos, y vamos a la cuestión. La cuestión es ésta: ¿qué buscar, qué hacer, qué orientación imprimirle a la vida?
Empiezo por opinar que lo primero que debemos tratar de eliminar totalmente de nuestras costumbres es ese sem\ntido de permanencia, de estabilidad, de duración, que la mayor parte de las gentes le dan a la vida. "En la playa, pronto a zarpar, y desnudo, como los hijos de la mar". Así dice un gran poeta español, Antonio Machado. La frase vale, ella sola, por muchos tomos de sabia y enmarañada filosofía.
En efecto, puesto que la vida es inestable, fugaz, casi tan imprecisa y tornátil como el humo, ¿a qué conduce ese absurdo empeño de instalarnos dentro de ella, no como quién está de paso y sin fecha de salida, sino como quién está muy seguro de quedarse para siempre?
La casa recia, de ladrillo, hecha como para burlarse del tiempo; dentro de la casa los muebles, fuertes, duros, tan eternos como la casa; y fuera de la casa, el esfuerzo continuo, perseverante, para conquistarnos posiciones tan sólidas, tan altas, que duren siglos. Resultando de todo ello, que, a fuerza de labrar la jaula y de buscarle el más sólido y encumbrado acomodo, no tenemos tiempo para nada más: para mirarnos, para sentirnos y hallarnos y cultivarnos nosotros mismos.
De ahí viene que, a medida que hemos ido acumulando más cosas, más éxitos fuera de nosotros, nos hemos ido empobreciendo y empequeñeciendo más y más nosotros mismos, como personas, como tipos humanos. Hemos trabajado hasta reventar por lo externo, por la casa, por los muebles, por la posición, pero nada hemos hecho por nosotros. Nuestra curiosidad, nuestra gran curiosidad ante el espectáculo del mundo se quedó insaciada, nuestros afectos durmieron, nuestras células cerebrales no vibraron... y el moho nos consumió y todo nuestro mecanismo quedó, por la inacción, atrofiado y perdido en sus órganos más nobles y esenciales, tales como el corazón y el cerebro. Es como si un pájaro, por obstinarse en hacerse de un seguro e indestructible asilo, se pasase la vida en la tarea de construirlo. Habría nido, quizás, algún día, pero el pájaro, por no haber volado, por no haber trinado, por no haber amado, por no haber respondido a sus instintos, estaría ya atrofiado e insensibilizado de tal modo que más que para el nido serviría para el reposo de la muerte. ¡Amigos! puesto que no nos podemos pasar sin ésto y sin aquello, cosas necesarias pero secundarias, laboremos por ésto y por aquello; pero, puesto que nos vamos, labremos de prisa y corriendo estructuras ligeras, sencillas y efímeras como nosotros mismos, y adelante, que el tiempo es corto y las cosas por pensar y por sentir y por probar muchísimas.
Ya libres del fardo pesadísimo de preocupaciones que arropan y sofocan nuestra verdadera alma; ya hechos a mirarnos a nosotros mismos como a simples caminantes, marchemos sin miedo, sin cogernos pena, alegremente, con los ojos tan abiertos, tan llenos de curiosa simpatía hacia las cosas que contemplan, como los de una tropa de soldados jóvenes y sanos que, sabedora de que marcha al encuentro de una muerte cierta en las garras de un enemigo diez veces superior, pone en su mirada la cálida fulguración que es a la vez saludo y despedida.
Pero ¿y la felicidad? ¿acaso vale la pena vivir cuando se ha renunciado a ella? --oigo que me interrogan. Sí, vale la pena. Prueba de ello es que todos, de Shopenhauer para abajo, hemos vivido sin gran ilusión de ella. Ni es la felicidad condición esencial de la vida, porque si así fuera no existiríamos, ya que ella no existe; ni la esperanza de alcanzarla es la que nos mantiene, como piensan muchos, en la senda y marchando; porque, si así fuera, a mayor ancianidad, mayor amortiguamiento de esperanza, mayor deseo de no vivir, de extinguirse, de no ser, y la experiencia nos está todos los días demostrando que los viejos se agarran a su desmayada vida con más furor, si cabe, que los jóvenes.
No hay más remedio, pues, que reconocer que el resorte oculto que nos mueve, que la aspiración recóndita, subconsciente, que late en todo ser humano, es cosa muy distinta y muy distante del deseo, de la visión próxima o remota de la felicidad. Pero ¿con qué palabra expresar esa inefable, esa profunda ansia de vivir, de perdurar, de quedarnos hasta el sol de mañana, y así, de día en día, perpetuarnos en este lugar de lucha y sufrimiento y tedio que llamamos mundo?
Después de pensar mucho sobre el punto, ninguna palabra me parece más propia que ésta: expresión. Sí; vivimos y queremos vivir a todo trance, porque nos urge expresarnos, realizarnos, porque somos a manera de una cinta cinematográfica enrollada que desea, que necesita desenrollarse, mostrarse, fijarse en obras de acción o de pensamiento. Somos una condensación de la masa cósmica universal, condensación que en cada individuo se tiñe de un color, de un matiz, de una luz especial, y aspiramos a vivir, porque aspiramos a arder hasta el fin, quemar hasta el fin todo el gas de misterio, todo el fluido de infinito que hemos recibido. No hay más que seguir la evolución de la Vida, desde el mineral hasta el hombre: continuamente, incesantemente, la vida va fabricando, va sacando de las tinieblas, seres, formas, organismos cada vez más complejos, cada vez más diferenciados entre sí, más individuales, más dotados de una potencialidad mayor de comprensión. ¿Con qué ha vencido, con qué ha triunfado el hombre de las demás especies animales? ¿Ha sido con la fuerza? No; porque más fuertes, mil veces más fuertes eran los gigantescos animales prehistóricos y quedaron vencidos. Y hoy mismo la fuerza del hombre está perennemente humillada ante el león, ante el tigre, ante el toro, todos los cuales, sin embargo, son sus servidores o sus víctimas.
¿Ha sido con la euritmia de sus líneas, con la belleza de sus formas, que el hombre se ha impuesto como ser superior? No; porque ahí están los pájaros, el más humilde de los cuales es más bello en ritmo, en musicalidad de líneas que el más soberbio Apolo.
Ha sido, pues, con lo único que el hombre tiene y no tienen los animales, esto es, con cerebro, con potencialidad lumínica, con fuerza de expresión y de comprensión. ¿Cómo escapar, pues, en vista de esta marcha progresiva, de esta progresión ascendente desde la opacidad, la pesadez y la inconsciencia, hasta la fulguración de consciencia que es el genio, a la conclusión de que la Vida fabrica cerebros, esto es, instrumentos para apreciarse, para conocerse, para mirar dentro de sí misma?
En esta interpretación de la finalidad de la Vida han coincidido Renan, Nietzsche, Bernard Shaw... cumbres las más altas del pensamiento humano. Para estos poderosos dínamos de ideación, somos nosotros los hombres los que representamos la fórmula más perfecta hasta hoy de consciencia acumulada, de condensación de Vida, y por consiguiente puede afirmarse que en nosotros reside toda divinidad.
Todo lo que hay de individualidad en nosotros es tan ilusorio como lo que hay de individualidad en la sombra con relación a los cuerpos y en la espuma con relación a la ola. Sombra y espuma no son más que aspectos, ilusiones ópticas del cuerpo y del agua respectivamente. No existe el hombre A, el hombre B, el hombre C, pues todos no somos otra cosa que la fuerza o energía universal y eterna que llamamos la Vida y que las religiones designan con el nombre de Dios. De la misma manera que un escultor que estuviera buscando una imagen, una forma de expresión artística perfecta, podría servirse de un solo bloque de mármol para ensayar y volver a ensayar mil tipos de escultura, cada uno de los cuales no sería otra cosa en realidad que el primitivo bloque de mármol, así nosotros los seres humanos, a pesar de nuestras diferencias aparentes, no somos más que formas, imágenes plasmadas incesantemente por la Vida. Por consiguiente, no nacemos ni morimos, como no nace ni muere la sombra, ni la espuma, ni la imagen. ¿A qué temer la muerte pues?
Asociémonos a la obra misteriosa de la Vida, porque de ella formamos parte, o mejor, porque somos ella misma, y humilde y religiosamente tratemos de que el misterio, el sacro fuego, el Dios en formación que vive en nosotros, se manifieste siempre en su más alta, más intensa y más clara expresión.
Publicado en el blog nemesiorcanales
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