sábado, 29 de diciembre de 2012
T H A L I B
Primer premio Sed Rioja 2002 (Logroño)
Primer premio Fundación Francisca Adrover y Diario BN 2022 (Palma de Mallorca)
Conocí a Thalib, un bosnio musulmán, antes de que comenzara la guerra en la antigua Yugoeslavia. Cumplidor y respetuoso, trabajaba de peón en la empresa constructora encargada de remodelar mi casa de campo. Cuando a mediodía los restantes obreros salían a almorzar al restaurante, él se quedaba solo bajo el porche con un bocadillo, unas almendras, unos dátiles y un refresco de naranja. Si me veía rondar a esas horas por allí, me saludaba con tímidas sonrisas o me ofrecía generoso alguno de sus frutos secos. Me di cuenta pronto de que la soledad le agobiaba y un día, para hacérsela menos penosa, me entretuve con él un rato. Aproveché para preguntarle por su país de origen. Sus ojos se le iluminaron.
-Tú has de venir a verlo –me dijo.
Y en su más que aceptable castellano –no en vano llevaba ya varios años en España-, me mostró en breves frases la pasión por su tierra.
Desde ese día nuestras charlas a la hora del almuerzo se hicieron habituales. Y es que Thalib sabía describir Bosnia de forma seductora. Me hablaba con tal sensibilidad de sus campos, de sus bosques, del correr de los ríos, de los cielos rojizos al atardecer, que terminé por desear su compañía. Yo le escuchaba con admiración, sorprendido de que aquel hombre, en apariencia inculto, fuera capaz de esa riqueza expresiva.
Vivía Thalib en un viejo y reducido piso de una localidad cercana que compartía con un extremeño y un nigeriano. No dejó de insistirme en que fuera a visitarle. Gustoso, me prometió, prepararía un cuscus para mí. Al final no pude negarme y acudí a su casa una noche. Finalizaba el mes de noviembre. Me enseñó su dormitorio donde, clavadas con chinchetas a la pared, había infinidad de fotos que recogían escenas de su pueblo natal. Fotos antiguas, ya amarillentas, envejecidas, más de tanto mirarlas que por el paso del tiempo.
-Esta es mi mujer –me confesó esa velada, ya con los cuencos de comida vacíos, mostrándome una que guardaba en la cartera. Hacía frío y él acababa de encender la chimenea. El nigeriano acercaba pensativo las manos al fuego-. Se llama Sara, ¿sabes?
Entendí que Thalib me regalaba también su intimidad. Sara era una mujer tan alta como su marido, de facciones angulosas y gesto decidido que cubría su cabeza con un shador.
-Yo digo su nombre muy a menudo –me confesó. Y la sonrisa se le entristeció súbitamente en los labios-. Decirlo es como si un rastro de miel me endulzara la boca y una rosa de fuego perfumara mi voz.
Me vino a la memoria el libro El collar de la paloma, de Ibn Hazm de Córdoba, y me creí en un oasis bajo palmeras mecidas por la brisa mientras alguien recitaba a mi lado zéjeles apasionados.
Pero eran otros vientos los que agitaban y afligían el espíritu de Thalib: las fuerzas armadas serbias entraban en Bosnia y noticias sobre una posible limpieza étnica ocupaban las primeras páginas de los diarios.
-Tendría que haberla traído –me confesó apesadumbrado. Estaba en cuclillas, inclinado sobre el hogar, y con el atizador removía las brasas que crepitaban airadas. Las llamas iluminaron su rostro con un rojo muy vivo-. ¿No es sólo un Dios el que en lo alto llora de tristeza? –añadió de repente-. ¿Por qué, pues, serbios y musulmanes no podemos ser hermanos en el mismo suelo?
Puso en mis manos un pedazo de pan ázimo, tibio y aromático. Me pareció adivinar que luchaba por contener las lágrimas.
-Mira –murmuró-. La gente olvida que todo el pan es de trigo.
Y se sumió en un prolongado silencio.
Días después el capataz de la constructora me informó que Thalib le había entregado una nota dirigida a mí. Contenía unas pocas líneas.
“Estimado amigo –había escrito-: Vuelvo a casa, junto a mi amada esposa, cerca de los míos, a orillas del Neretva. De alguna forma he de luchar por ellos. Quiera Dios, sin embargo, que no haya de hacerlo con las armas. Mi tierra, durante tanto tiempo afortunada, fértil y hospitalaria, no merece que los pájaros sombríos la cubran con sus alas. Todo es un mal sueño y pronto la paz no ha de ser más extraña entre nosotros que la mies que cada año nace en primavera. Le estimo enormemente. Thalib.”
Lo que sucedió en la antigua Yugoeslavia entre la fecha del regreso de Thalib a su patria y el mes de noviembre de 1995 ha hecho correr ríos de tinta. Y aunque no deseo que esta historia sea la crónica de una guerra, es imposible dejar de aludir a ella: el conflicto serbio bosnio marcó con su cruel impronta los últimos años de la vida de mi amigo musulmán. Cuando firmados los acuerdos de Dayton fui enviado a Bosnia como uno más de los miembros del Comité Internacional para los Refugiados, una de las cosas que hice fue interesarme por su paradero. En un país en ruinas, donde los muertos y desaparecidos se contaban por decenas de miles, no resultó tarea fácil que alguien me diera noticias de él. Registros civiles calcinados habían convertido a Bosnia en un país de fantasmas. Yo recordaba vagamente el nombre de su pueblo natal y la zona en el que estaba situado. Gracias a estos datos y preguntando, hurgando en archivos salvados del desastre y examinando, hasta quemarme las cejas, interminables listas de refugiados, fallecidos y personas reclamadas por sus familiares cuya situación se ignoraba, supe de un tal Joseph, compañero suyo en más de una escaramuza, con el que pude contactar por teléfono. Luego de informarle quien era yo y lo que pretendía, me confirmó que, efectivamente, había conocido a Thalib. Quedamos en vernos en una cafetería de Srbrenica al atardecer de un día de enero de 1996. Frente a los ventanales del establecimiento, escarchados por la helada, se extendía una larga avenida solitaria. A ambos lados, castigados por los morteros, los edificios se mantenían en pie de puro milagro. Al fondo se adivinaba un parque construido sobre los flancos de una suave colina. Carecía de árboles, talados durante el conflicto por los habitantes de la ciudad para combatir el frío. El sol, que comenzaba a ponerse, teñía de bermellón el paisaje como una mancha de sangre derramada. Pedí un café y me sirvieron una malta aguada. Tres o cuatro bosnios fumaban abstraídos largas pipas en un rincón del salón. Una patrulla de las fuerzas de pacificación salió del parque, cruzó la avenida y desapareció por una calle lateral. Joseph no tardó en presentarse. Le reconocí porque me había dicho que era manco del brazo derecho. Una explosión se lo había arrancado de cuajo durante un ataque serbio. Aun así, era feliz por haber conservado la vida.
-Luchamos juntos cerca de Jajce –me informó mientras bebía a pequeños sorbos el té-. Estábamos sitiados y en situación desesperada... Sí, me habló de su mujer, de Sara. A su regreso de España quiso ir a buscarla, pero el norte del país ya estaba ocupado y entrar en él resultaba extremadamente complicado y peligroso, por no afirmar que suicida. No dejó de temer por ella, de angustiarse por su destino. Thalib no quería pelear, no vino a eso: era un hombre de paz. Sin embargo, una vez aquí no tuvo otra opción. O pelear o morir. Salimos ilesos de aquella emboscada y cuando nos separamos me habló de su intención de volver a su pueblo finalizada la guerra. Conservaba la esperanza de reencontrar a Sara. ¿Sabía usted –continuó diciéndome luego de una breve pausa-, que la obsesión de Thalib era plantar un árbol en el patio de su casa? Siempre me hablaba de ello, y lo hacía con vehemencia. Le perdí de vista. Granos de arena que el viento se ha llevado, eso hemos sido los bosnios musulmanes...
El pueblo natal de Thalib se encuentra situado en un valle angosto por el que el Neretva salta y corre en busca de terrenos más llanos. Un lugar boscoso en el que en tiempo de paz las riberas del río se aprovechaban para cultivos modestos, de pura subsistencia. Cuando yo lo visité, en los huertos abandonados crecían los hierbajos y era muy arriesgado adentrarse en ellos por la multitud de minas enterradas. Sólo un matrimonio de edad continuaba allí, cobijado en un pajar y cuidando de un rebaño de cabras. Todo eran muros derruidos, techos hundidos, vigas caídas, muebles quemados, hierros herrumbrosos... A la guerra le gusta saciar su voracidad con los indefensos, los humildes, los limpios de espíritu.
-A los hombres los fusilaron allí –y Haris, el anciano cabrero, me señaló una pared al final del pueblo-. Vinieron de noche, y en menos de dos horas acabaron con ellos. Inmediatamente incendiaron las viviendas. Mi mujer y yo nos ocultamos en una cisterna con el agua hasta la cintura y así conseguimos sobrevivir.
Thalib, siguió contándome, se presentó en el pueblo –o en lo que quedaba de él- hacia el mes de octubre, semanas antes de que se firmara la paz. Estaba muy malherido, con una desgarradura profunda en el muslo sin cicatrizar de color negro y pestilente. Iba descalzo y cargaba un saco al hombro. No explicó de donde venía, ni que le ocurría ni porque no había acudido a un hospital a curarse. Tal vez huía. Preguntó por Sara. Haris le dijo que se la habían llevado los serbios, como a las restantes mujeres y niños, al invadir Bosnia. No hizo ningún comentario. Se limitó a pedir agua y algo de comer. Luego se tumbó sobre la paja y durmió largo rato con un sueño inquieto, producto del cansancio y la fiebre. Al despertar extrajo del saco un ciprés, con cepellón, de alrededor medio metro de altura, y se encaminó en silencio, cojeando, hacia lo que había sido su casa. Una vez allí hizo un hoyo en el patio, lo plantó y se sentó a contemplarlo con los ojos muy abiertos y fijos. En esa posición se mantuvo hasta el día siguiente, en que murió a media mañana. Haris le dio sepultura allí mismo.
-Junto a él encontré este sobre dirigido a su mujer. No lo he abierto.
Yo tampoco debería haberlo hecho. No me pertenecía. Pero lo hice, esa noche, después de una frugal cena en compañía de Haris y su esposa. El cabrero me tradujo su contenido –un par de hojas escritas a mano- que, conmovido, le rogué me volviera a leer varias veces. Un perro roncaba a mi lado y afuera lloviznaba. Luego dudé acerca del destino a dar a la carta. La conservé conmigo varios meses, hasta que tuve plena constancia de que Sara asimismo había muerto. Entonces la rasgué y la eché al fuego en un campamento de refugiados cerca de la frontera con Albania. Las llamas se avivaron y un humo grisáceo ascendió por la chimenea hacia el cielo donde entre jirones de nubes asomaba tímidamente una luna pálida y amarilla. Creo que fue el mejor destino que podía darle.
No recuerdo todo lo que estaba escrito. Era una declaración de amor universal. Sólo unos párrafos no se han borrado de mi memoria. Son éstos: “Ten por seguro, Sara, que nuestra afligida Bosnia renacerá de sus cenizas, y que ya no habrá más pájaros sombríos ni serpientes que muerdan los pies a los vencidos porque está dicho que el cuerpo del soldado ha de descansar bajo el ciprés que alza su dedo contra el odio y la batalla. Sepas, pues, que allí te aguardo, junto a ese dios que es el Dios de todos, de hebreos, musulmanes y cristianos, para que un día acudas a rezarme. Y ese día, tus oraciones y mi corazón dormido harán que, no sólo en la tierra nuestra si no también en el mundo entero, el árbol de la paz se doble con el peso de sus frutos”.
Sarajevo, agosto de 1996
Ramón Cabrera Naveiras -España-
Publicado en la revista Todas las Artes Argentina
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