lunes, 31 de diciembre de 2012
CHAU.
… y nos hicimos un amor última vez,
negando la sórdida pena de los condenados.
Esto de sentirme sin ganas tal vez sea un problema generacional, pero te aseguro Susana que al ver a mi mujer y los pibes pienso en agradecerte. Al menos si me atropellan ideas remachadas con alguna frase hecha: ‘existe un ordenamiento superior en todo’ o ‘la vida de cada uno ya está escrita en alguna parte’ son de catecismo- Vos conociste mi encono contra eso porque ‘todavía soy ateo gracias a dios’, según nos repetía el gordo Polino, pero mística aparte esta inseguridad nos aparece al pretender averiguar si uno está con vida y le emergen los por qué y los para qué; terapias de confesionario en unos o de psicoanalista que los exima sin culpa a tanto por consulta. Pero nos conocimos ha mucho y sabrás Susana de la disyuntiva en tipos llenos de vivencia en el discurso que deben pellizcarse a veces por saber si están vivos; y volver a tu recuerdo es mi manera actual de pellizcarme. Porque ese refrán que mientras uno ame a una mujer o pueda tomarse un vaso de vino, está vigente, ni siquiera son refranes y mi agradecerte hoy a vos me llega cuando las mujeres viven con otro y todas las botellas están vacías. Porque además de añorar aquel tonelero pastoso que tomábamos con Polino y el negro Cuenca en las mesitas de patas chuecas del tano Santo, vos nos acompañabas con un traguito y nosotros recitábamos discursos como si fuéramos Monteagudo o Simón Bolívar. ¿Te acordás Susana? Así que hoy recupero aquel juego donde perder una idea dolía igual a romperse una costilla, - y ni siquiera sería un juego- nosotros discutíamos a Lenin, negábamos a Dios por rescatar a Jesucristo que estaba de nuestro lado, o le exigiríamos a Perón cuando volviera terminar enseguida su tarea; además que si bien Evita muriera en 1952 él debería seguir siendo peronista. Y el negro Cuenca que trabajaba en un editorial y nos traía material, se reía porque Engels para ser mejor filósofo usaba barba, y también cuando a Carlos Marx le corregían sus escritos sus hermanos Groucho y Harpo.
Un farragoso barullo que ni siquiera divertía, me dijiste otra noche de escucharnos; Susana con tu pelo negro, tu dientito encimado y luego esa naturalidad en quedar desnuda en mitad del cuarto mirando a ese pibe temeroso de perderme entre tus muslos cálidos. Vos, la primer mujer que instruyera a mi ternura nueva y casi como al pasar, una noche ya fumando un cigarrillo luego de amarnos me reprochaste a media sonrisa por secundar a mis amigos en ser hacedor de frases que no iban a ninguna parte. Algo así me dijiste y nos dormimos abrazados en el cuartito al fondo en casa de mi tía y yo ni pagaba la luz. Vos también lo sabías y me reprochaste alguna noche de dormirnos ahí y al amanecer vos partías al tallercito de tu tía a confeccionar blusas de mujer, y de ahí yo ligué alguna camisa de medida. Pero entre nosotros no todo era adherirnos dos o tres noches por semana o celarnos por las pibas que yo pretendía instruir sobre la función social de la mujer, si al fin y sin ningún golpe bajo vos me insistías en no ser un desocupado que no jodía a nadie y menos a vos. Si al fin mi discursito de incompatibilidad con el sistema ya lo escuchaste al hablarnos en el ómnibus la primera vez, aunque al decidir volver a vernos me sonreíste con tu espontaneidad fresca y algo me dijiste del asunto ‘trabajar’. Y esa noche al llegar a mi pieza, aquel asombro tuyo del porqué yo no lo hacía, me cargó una pregunta golpeadora del hombro. Algo que escurrí hojeando los Principios Elementales de Politzer y releyendo varias veces el mismo párrafo, para dormir de madrugada con cierta molestia en las ideas. Porque revisando cuanto sucediera en nuestro debate perpetuo, a fines del sesenta aquella bohemia sin destino contra las ideas viejas ya crujían entre los ecos de opacas represiones con algún conocido torturado por la cana. Así que todos volvimos a dialogar a media voz y mayor miedo en tanto los toques de actitud revulsiva fueron en descarte; una efímera moda que vos ni aprendiste Susana acaso por intuir esa imbécil matanza que nos jodiera a todos.
Pero hoy quisiera decirte sin renglones sensibleros de novelón antiguo, que yo siempre despreciara por jugarla de un líder en ciernes y al dejar de vernos recién me pregunté, líder de qué. Si yo ni supe gritarte cuánto te quería y acaso ni entendí cuando al ver a la vieja Sabina cubriéndose con un diario aterida de frío en la estación Escalada, murmuraste ‘alguna vez fue un bebé’ y yo ni ahí pude interrogarme qué haríamos por ella antes de La Revolución. Apenas un trance que superé pronto si vos seguías a mi lado y cada tanto te trincabas en mi boca en la búsqueda de esa eternidad que las hembras persiguen cuando quieren en serio. Ese arraigo de las hembras con la vida que bregabas por explicarme y luego supe que era sentirse vivo con la sangre llena de árboles y guitarras; apenas eso. Y por eso quizá, al ver a mi mujer y los pibes te digo gracias Susana por esta manera del arraigo y alguien deje testimonio de mi existencia, y porque vos tanto me cambiaste que sin notarlo una mañana me convertí en un peón ferroviario de acomodar rieles y durmientes en la estación de cargas entre Lanús y Escalada. Sumando allí mi mejor tiempo cerca de gente poco inquieta por asuntos que no percibían muy bien, más tan hábiles y capaces en frenar jodiendo sobre ‘la objetivación de los hechos’ y otras tantas frases de los ateneos. Porque en el boliche seguíamos con la ‘praxis’ y demás yerbas intelectuales, afónicos gardeles de la revolución, pero al entreverarme con los ‘clase obrera’ supe que de ellos no sabía tanto. Tanto que bien recuerdo tu sonrisa al decirme que esos hechos de la realidad nunca te esperan, opinión certera no porque cambiar el mundo no lo mereciera cuando era octubre del ’67 y al gordo Polino en Bolivia le habían llenado de plomo las ideas. Y al encontrarnos alguno dijo que el gordo había cumplido con él mismo, tan cierto como que sin joda los tiempos venideros serían de gran tormenta. Por ese tiempo entré a trabajar diez horas por día en una librería donde me presentara Polino, otra actitud de vida mía que vos bien hubieras merecido al ingresar en Medicina y te pedí darnos una práctica de anatomía. Otra puntual gilada que no iría a ninguna parte frente a tu estilo personal de aprovecharte toda, en tanto yo no dejaba el cuarto trasero en casa de mi tía y cada día nosotros quedábamos más lejos.
Y en cierto anochecer presentí qué muy cerca nos ambulaba el chau.; más al repetirse el orden de tu ropa sobre la silla y el modo de inventarme de nuevo el amor, al estirarme en la cama con recelo en tocarte sabiendo que temblabas, percibí tus ojos lluviosos y abiertos al morderme la boca y preanunciarme que nos haríamos un amor última vez negando en cada gemido la sórdida pena de los condenados. Fue un entresueño mutuo sin demora ni tiempo, sin hablar lo sentimos, y al volver a mirarnos te vestías sin apuro detrás de una velada película y la almohada enjugaría varias gotas de sal de tu despedida. Allí también se quedaría la memoria de tu pelo negro y la forma imprescindible de tu cuerpo, y yo ni rebusqué el cinismo de los poetas de mi Buenos Aires querido que cuando una mina los deja se escriben un tanguito y a otra cosa Porque no habría más otra cosa, Susana; aquella fue mi tarde agonizada de tristeza como si fuera domingo, sin sitio donde perpetuar mi ternura ni la necesidad animal de sentirme realmente vivo encima tuyo. Más todo va conmigo sin olvido ni tiempo y vos desde la puerta apenas me dijiste chau. ¿Te acordarás Susana?
Eduardo Pérsico
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