Cae el collar en un estrépito de luces.
Veo la torzada de los hilos lacia,
veo brillar las mostacillas sueltas
como otra noche dentro de la noche.
Todo lo veo en la oscuridad, y veo más todavía.
Fue como liberarme. Lo arrojé
porque se interponía entre nosotros.
Después lo opacaría el agua matinal,
se volvería violeta reverberando al sol.
Guías de alambres que oprimían mi garganta,
ya no gargantilla, cinturón del medievo.
La noche no era negra y acechante, sino clara y azul,
por mil hendijas entraba en resplandor.
Del collar, ni sabía; vos en mí.
gemidos y susurros libremente enhebrados
en la pleamar de nuestro amor, rebelde para algunos.
Y hasta llegué a ver más por un reflejo,
quizás, en algún sueño momentáneo.
Vi la mujer que me legó la fantasía y tantas otras cosas,
La imaginé empezando a desvestirse,
de espaldas, el peinado alto, impecable.
Y aunque fantasma, me miró por el espejo:
Vos no sos una Bosco, qué distinta.
Con qué cuidado guardaba aquel collar,
alisando sus hebras, dándole forma de corona.
Sus ojos verdes escrutaban –verdes como los míos–
que el cofre no quedara abierto
porque iría a aplastar los canutillos o saldría la música.
El hombre que la amaba, la llamó
amenazando con soltarle el pelo.
Mientras, ella se retocaba el peinado una y otra vez.
Mis manos de nena habían frotado
las torzadas de pelo suavísimas y frías,
seda salvaje lamiendo su cintura.
Pronto yo, que llevaba su nombre en tercer grado,
le daría brillo y el color de la caoba. Ya blanco,
se lo corté mucho después.
Y aunque era necesario, me sentí una Dalila.
Nosotras nos queremos, me había dicho.
Y no hubo respuesta, aunque supe
que iba a sentir la culpa por una eternidad.
Pero una vida entera como un sí sostenido
tampoco podría ser.
Y es claro que la amaba y me quedé sin voz:
no se puede ser libre sin ser algo agresiva.
Cuando la gente me creía hija suya,
se estremecería aquel vientre vaciado, como dicen los torpes.
Y con un cofre lleno, que después vendería en otra de sus pérdidas.
Se apagó el velador. No hubo ruido de horquillas.
Nada se interponía entre ellos, sólo el inmenso camisón de lino,
porque –decía– es más fresco que el nylon.
María Isabel Ester vuelve a mirar la luna del espejo
y aquella pulida dignidad que no heredó.
Su cara se humedece, como lloraba Pedro en cada madrugada.
La luz me deja ver que el collar está intacto, a pesar de mi arrojo,
las nocturnas cuentitas para evocar su cielo y lucirlo otra vez.
Sin embargo hay una imagen que llovizna
por el pecado absurdo, que no puede absolverse
porque no es un pecado:
el de ser dos mujeres distintas y distantes
para llevar las joyas de sus vidas.
Isabel Llorca Bosco -Argentina-
Publicado en Suplemento de Realidades y Ficciones 52
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