miércoles, 8 de agosto de 2012
LENTEJUELAS
Atrás quedó la Tierra. Desde las claraboyas se me figura una lentejuela más en el bruno atavío del espacio. Una lentejuela gris. También atrás quedó el resto de supervivientes. Hombres que cavaron hondo en el suelo envenenado buscando sustento y abrigo en las entrañas del planeta que fuera nuestro hogar.
—La Tierra sanará; ¡tengan fe! —decían ellos, temerosos de vernos partir.
—No regresaremos —les dijimos a punto de abordar la nave.
Cuando se despidieron del Arca y del Sol y entraron a los túneles, había compasión en sus ojos. ¿En los nuestros? No recuerdo. En aquel momento solo me importaba el largo viaje que nos llevaría a Helíade, un planeta como la Tierra de antes del holocausto, que si bien es más pequeño y caliente y atesora menos agua y oxígeno, está aún sin profanar.
A unas horas del despegue (no se habían difuminado los contornos de América) bañó mi cuerpo un sudor glacial, pero me animó pensar que, de cierta forma, también ellos habían dejado la Tierra, escapando a lo que di en llamar “el espacio interior”. En lo que dolía, pues, estábamos a mano; con la salvedad de que, con mucha suerte, si acaso los nietos de sus nietos llegarían a vivir en una caricatura del edén que aniquilamos.
Sin embargo, mirando ahora a la lentejuela gris que ya es un punto… no, ya desaparece, reniego de mi pueril autoengaño y admito que mi corazón está con ellos, los que se quedaron.
Claudio G. del Castillo (Cuba)
Publicado en la revista digital Minatura
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