sábado, 28 de julio de 2012

SAN JUAN DE LA CRUZ: SU DIVINAL POESIA


Por Juan Cervera Sanchís


San Juan de la Cruz, 15542-1591, a los  49 años de edad
alzaría su vuelo  hacia el Altísimo. Fue todo amor. Podríamos
decir que subió a lo más alto desde ese “no saber sabiendo” que
fue su  vida. Es, él, la  cumbre del misticismo español. Nadie
lo iguala y su poesía, tal como dijera Menéndez y Pelayo, es
la “obra de un ángel”.
 Lo  divino es todo en su poesía única, que ya es divina por sí
misma, aunque esté hecha  aquí en la tierra con nuestras terrenales
palabras de cada día.
 Para San Juan, la vida es aún la muerte y, lo que llamamos
muerte, es el inicio de la verdadera  vida. Nos lo confiesa así:

 “Sácame de aquesta muerte,
   mi Dios, y  dame la vida,
   no me tengas impedida
   en este lazo tan fuerte;
   mira que peno por verte,
   y mi mal es tan entero,
   que muero porque no muero.”

 Como en Santa Teresa, aquí, el alma de San Juan “muere
porque no muere”, pues está plenamente  convencido,
dado que su fe es absoluta, de que lo que le espera al morir:

  “Lloraré mi muerte ya,
    y lamentaré  mi vida
    en tanto que detenida
    por mis pecados está.”

 Los  apegos terrenos y carnales detienen el vuelo del ánima
y el poeta lucha por deshacerse de esos apegos y volar y volar
hacia lo más alto.
 En no pocas ocasiones consigue el vuelo por las encendidas
vías del éxtasis y la honda y alta contemplación. Como raptado
por la Divinidad, San Juan, se transporta a las más elevadas y
radiantes esferas y nos arrastra con el imán de su poesía hasta
ellas sobreexcitado por su misterioso saber no sabido:

“Este no saber sabiendo
 es de tan alto poder,
 que los sabios arguyendo
 jamás le pueden vencer;
 que no llega su saber
 a no entender entendiendo,
 toda ciencia trascendiendo.”

 Ahí  está el secreto: en no entender entendiendo, y es
por ello que la  ciencia común del hombre no puede
descifrar esos  misterios del alma trabajada en el taller
místico, que está más allá de toda medida  matemática
y física, pues es aquella verdad,  profunda profundidad, que,
“cuanto más alto se sube”, menos se entiende la singular
aventura del espíritu y más y más  vislumbramos desde los
avivados sentidos, que no son únicamente los ordinarios
cinco que hemos  catalogado. Muchos ocultos sentidos
despiertan en el ser humano entregado a las extraordinarias
tareas del alma.
El hijo del tejedor de Fontiveros, que parecía nacido y destinado
para el ejercicio del oficio de su padre, se transformó en maestro
del  más  alto de los oficios: el de buscador de la Divinidad
por la senda de la palabra poética, a la vez que como humilde
obrero, aquí en la tierra, de los invisibles surcos de lo Divino.
Nadie  sabe, en realidad, cual de ha de ser su destino. Y nadie
en Fontiveros imaginó jamás quien iba a ser aquel débil y
enfermizo niño negado para los duros oficios de su tiempo,
como el de tejedor, que no era nada descansado. El misterio
lo eligió para  otros menesteres y, entre ellos, el de la poesía,
donde queda reflejada su vida, la vida de un monje:

 “Tras un amoroso lance,
    y no de esperanza falto,
    volé tan alto, tan alto,
    que le di a la caza alcance.”

 Da alcance a lo inalcanzable este San Juan de la Cruz,
hombre de tan diminuta estatura que, la Santa de Ávila,
lo  llamó “medio monje”, no sin reconocer que en aquel
frailecillo habitaba un alma de gigante. Es de veras colosal
San Juan de la Cruz en su vida y su obra,  tocadas ambas
por la exaltación religiosa. Su poesía nos parece hoy detenida
en el tiempo sin tiempo de la intemporalidad, cual si fuese,
que es, una rosa  incorruptible:

“¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!

Pues ya no eres  esquiva,
Acaba ya si quieres,
rompe la tela de este dulce encuentro.”

 Emotiva belleza:

“¡Oh lámparas de fuego,
en cuyos resplandores
las profundas cavernas del sentido,
que estaba oscuro y ciego,
con extraños primores,
calor y luz dan junto a su querido!”

El amante enamorado se entrega a su Creador mientras
recorre las estaciones de la  vida, estas estaciones sin rostro
y que son privaciones todavía, cuando se presiente la estación
final:

“Esta  vida que yo vivo
es privación del vivir;
y así es continuo morir
hasta que viva contigo.”

 Porque sí, en verdad, el buscador tiene vislumbres de lo
por llegar y a veces, como en relámpagos, acaricia a su
dueño, pero sabe que aún no es parte viva de su dueño y
necesita hacer, aún, un luengo camino. Esto lo inquieta
y lo desvive por instantes, aunque su es muy fuerte y la
suma de la perfección lo asiste:

“Olvido de lo creado,
memoria del Creador,
atención de lo anterior
y estarse amando al Amado.”

Confía en alcanzar el olvido de lo creado y ser, definitivamente,
viva memoria en y del Creador, para allí estarse por siempre
amando al Amado. Anhela la perfección, no posible todavía
en este estado del ser que llamamos “criatura humana”. No
obstante abre rendijas por las que el alma se asoma y otea
su destino y el alma se huelga, por la fe, de tener el conocimiento,
ya, de lo que será su próximo estado, que no es una graciosa
dádiva, sino que es el producto bien ganado de su trabajo en
esta  vida. Las grandes almas religiosas nos afirman todas
que cada  ser que  nace, nace con esa posibilidad de trascender,
pero la trascendencia ha de ser ganada con no pocos esfuerzos.
La vida del místico es un tránsito de purificación, porque la
vida misma en sí es una expiación, y es por eso que los que,
encendidos por la fe, conocen los secretos  y “mueren porque
no mueren”  desde ese “no saber sabiendo” que los ilumina.
San Juan de la Cruz, el carmelita Juan de Yepes, como auténtico
iluminado, vivió excitado por la espera del morir, que le daría
la tan anhelada vida, “en la claridad nunca oscurecida, del
“olvido de lo creado” y “la memoria del Creador”, para así
arder por siempre ardiendo en “la viva llama del amor”  

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