sábado, 23 de junio de 2012
CONTRABANDISTA
Corre el año 2034, el séptimo desde que acabó la tercera “Gran Guerra”. Después de quince años de salvaje destrucción, dónde quedaron mermadas las reservas de alimento y de más artículos de primera necesidad, la gente parece que empieza a aclimatarse como buenamente puede a la situación.
La represión empezó poco a poco, los ciudadanos casi no se dieron cuenta hasta que fue demasiado tarde. El ataque fue internacional, todos los gobiernos se pusieron de acuerdo. Comenzaron por subir los precios del alcohol y el tabaco hasta hacerlos inaccesibles para el gran público. Pronto arremetieron elevando el valor de los préstamos de las hipotecas, el coste del agua y la comida… Los sueldos bajaban hasta cuotas absurdas y el nivel de vida no paraba de aumentar. Las primeras protestas pacíficas no sirvieron de nada. El paro laboral que se barajaba en la época a nivel mundial era apenas nulo, pues la gente trabajaba en cualquier cosa, pese a que los sueldos que llegaban a la gente eran irrisorios. Todo ésto, solo provocó frustración y revueltas, la coyuntura se torno tremendamente violenta e insostenible.
Recuerdo los buenos tiempos como un sueño, los últimos años eran más como una pesadilla, pero también los evocaba con ese toque difuso que da la perspectiva del tiempo. Ahora, sentada en el taburete de este tugurio, intento ocupar mi mente en otras cosas, apartarla de la gente que perdí por el camino, de la vida que ya no me pertenece.
Estoy de espaldas a las escaleras, en mi lugar de siempre, sentada en el mismo viejo taburete de madera, pero el espejo de la barra permite que no me pierda ni el más mínimo detalle del espectáculo.
El marco sin puerta que hay que traspasar para bajar hasta el sótano no da ninguna pista sobre las actividades que ahí se puedan llevar a cabo. Pero si hay algo que cualquiera sabe, es que no se puede entrar sin invitación, una invitación que cuesta 100.000 rublos, nueva moneda mundial. Dos gorilas armados, uno a cada lado de la barandilla se ocupan de mantener el orden, una flecha roja de neón rojo sobre la parte superior del marco indica a los más despistados dónde deben dirigirse.
Veo bajar una y otra vez a tipos que desentonan con el lugar. Van bien vestidos, con sus trajes de marca y sus zapatos caros. Su rostro refleja prepotencia y menosprecio por cuánto tienen a su alrededor. Pero siguen viniendo, noche tras noche. Lo que el sótano les ofrece es para ellos lo suficientemente valioso, bien vale la pena pasar el trance de juntarse con la chusma.
De pronto, un viejo borracho me da un pequeño codazo a modo de aviso y se sienta a mi lado, por un momento me quedo un tanto sorprendida, hace tiempo que nadie consigue pillarme desprevenida, pero este tipo es realmente peculiar. Lleva el pelo largo y descuidado, de color blanco sucio, a juego con la poblada barba. Se nota que hace días que no pisa un baño público, los únicos disponibles para la población desde que las restricciones de agua dieran lugar a que fuera inútil tener uno instalado en casa, sin olvidar la invasión de espacio de eso suponía y el gasto adicional que se debía pagar a “El Concejal” por esos metros cuadrados inservibles. Seguramente, el vejestorio, prefiere guardar los 150 rublos que cuesta la entrada al baño, que te permite tomar una ducha en buenas condiciones y asearte correctamente, para poder pagarse un buen trago de “Gorku”, la única bebida alcohólica legal que puede encontrarse en la cualquier bar, taberna, cantina o pub. Éste, se macera a base de una mezcla de frutas y críticos ácidos y alcohol fino de 98º, el único medicamento que inexplicablemente no estaba bajo mínimos después de la guerra.
El viejo gira la cara completamente, mirando de frente hacia la barra, ahora que puedo verle más detenidamente, reflejado en el cristal, me doy cuenta de que lleva el ojo izquierdo cubierto con un parche de cuero negro. Me mira con el ojo que tiene descubierto mientras levanta la mano para pedir un “Gorku”. Cuando empiezo a pensar que el codazo puede que haya sido accidental, el hombre comienza a hablar:
-No deberías ser tan descarada, chiquilla- me dice antes de apurar de un solo trago su vaso.
-Perdone, no le comprendo.
-No deberías mirar tan fijamente hacia la puerta. El dueño del local es un tipo duro y seguro que no le gusta que nadie se inmiscuya en sus asuntos. Si muestras tanto interés alguien podría pensar que eres una agente encubierta de los cuerpos de seguridad de antivicio y en este barrio, ser de esa banda, no está muy bien visto.
Contengo la risa, nunca me habría imaginado que nadie pudiera pensar que yo estaba a ese lado de la ley. Ni siquiera un anciano paranoico como el que tenía al lado.
-No pertenezco a esa banda, tranquilo.
- No es tanto que pertenezcas, cómo que ellos crean que lo haces, no sé si me explico- Continúa el hombre, no sé si porque tiene ganas de hablar o porque por alguna extraña razón se siente obligado a advertirme.
-De verdad, no se preocupe, no tendré problemas en este barrio.
-Estás muy segura de tus palabras chiquilla, podría contarte historias que te helarían la sangre sobre el dueño de éste local. Seguro que lo pensarías dos veces antes de volver por aquí la próxima vez.
Sin ningún motivo, decido seguirle el juego, me intrigan las historias de las que habla el viejo, aún temiendo, que quepa la posibilidad, que las haya inventado él mismo, con el único fin de entablar conversación.
-Bueno, no creo que pueda ser tan horrible, al fin y al cabo, es solo un hombre.
El anciano me mira con su ojo sano, mitad sorprendido, mitad irritado, pide otra copa, el camarero se acerca y casi murmurando le dice:
-“Ritzo”, ya sabes que se paga por adelantado, si quieres que te ponga otra, me tienes que pagar la primera y luego ésta.
Por el comentario, parece que se trata de un cliente habitual, eso me sorprende, pues no recuerdo haberlo visto antes. El viejo se mete la mano en el bolsillo, se le nota un tanto molesto por el comentario del camarero. Le cojo por la muñeca con una mano, mientras con la otra, pongo un billete de 1000 rublos sobre la barra. El hombre dibuja una mueca de incredulidad en el rostro, pero ni de lejos protesta por la invitación.
-Cóbrate lo mío y lo de mi amigo- digo mirando al camarero.
Éste, parece que va a decir algo, pero antes le interrumpo con un gesto para que se contenga. Realmente me interesa lo que el viejo tenga que contar sobre el dueño del bar. El camarero coge el dinero y sigue atendiendo al resto de clientes que reclaman sus servicios en otras partes de aquella cueva.
-Bueno, iba a contarme la historia de ese tipo tan duro, ¿no?
-No es cosa de risa, chiquilla. Si quieres que te cuente la historia, supongo que debería empezar por el principio- alza su copa hacia mí, en forma de agradecimiento y bebe un trago. Ésta vez no se lo termina del todo, supongo que pensando que es mejor racionar- Lo principal es que sepas hacia dónde conducen esas escaleras. ¿Lo sabes?
-Es un sótano, ¿no? Van hacia abajo- le digo con un tono que denota en cierta medida algo de sorna.
-Muy aguda. Si es un sótano. Pero ese sótano conduce a un tesoro.
-¿Un tesoro? ¿Quiere quedarse conmigo? Un tesoro como el de los piratas, con joyas y doblones de oro- digo para terminar la frase con una sonora carcajada.
-No. Un tesoro de líquido, de espumoso y refrescante líquido dorado. Del mismo color que el oro, pero mucho más codiciado.
-No estará usted hablando de…
-De cerveza- me corta el viejo terminando mi frase, con un tono de voz mucho más bajo del que estaba utilizando hasta ese momento.
-Eso es imposible, no hay ningún local que venda cerveza, ya no solo en esta ciudad, ni siquiera en el país, ni tan siquiera fuera de las fronteras. Es ilegal y no solo eso, además hace más de una década que se agotaron los últimos suministros- con forme voy terminando la frase, sin saber muy bien porque, tal vez contagiada por la expresión de mi interlocutor, voy bajando la voz, hasta convertirla casi en un susurro.
-Créeme chiquilla, éste tipo a conseguido apoderarse de las última remesas que puede que haya en el mundo. Es por eso que debes aceptar mi palabra cuando te digo que es realmente peligroso. Hará cualquier cosa por no perder el poder que ese tesoro le otorga, el poder es superior a las ganancias económicas que le pueda aportar la venta de la cerveza. Tiene a todos los grandes hombres de la ciudad y de más allá de las fronteras a sus pies.
Yo sigo cada palabra que sale de la boca del viejo con suma atención y éste, al sentirse escuchado se anima y continúa hablando.
-Recuerdo que al comienzo, cuando nadie le conocía aún… Bueno ahora tampoco le conocen o al menos nadie sabe cómo es físicamente… Digamos que fue antes de que consiguiera hacerse un nombre. Hubo un tipo, uno que llegó con una de esas últimas remesas de marines que desembarcaron en la ciudad, después de acabar la “Gran Guerra”, para ocuparse de las misiones de reconstrucción, que no se tomó en serio las advertencias de que era peligroso dejar a deber cerveza a “Ice”. Bueno pues en resumidas cuentas la que se tomó esa noche, fue la última cerveza que probaron sus labios y lo último de cualquier otra cosa. El tipo recibió tal paliza, que ahora solo tienen una forma de alimentarlo en el hospital naval, mediante una sonda.
-Vaya- Digo en voz alta intentando no parecer muy incrédula.
-Sé de otro tipo. Ese ni siquiera se metió con el suministro de cerveza. Solo tuvo la mala suerte de toparse con el almacén dónde “Ice” guarda el preciado líquido y sus matones se ocuparon de que el pobre infeliz deseara haber nacido sin ojos. Así al menos habría podido ahorrarse el sufrimiento de que se los sacaran de las cuencas con una navaja oxidada. De propina le cortaron la lengua. Ni siquiera tuvieron la decencia de matar al pobre desgraciado.
-Y todo por la cerveza…- no sé muy bien que tono pretendía darle a esas palabras antes de pronunciarlas, pero con forme salían de mi boca, me parecían más una recriminación que una pregunta.
-Tú no lo entiendes, eres joven, tal vez no tuviste ocasión de probarla en los buenos tiempos. Yo aún recuerdo la sensación de llegar a casa después de un largo día de trabajo bajo el sol abrasador. Abría la nevera, cogía el botellín de mi marca de cerveza favorita, lo liberaba de la chapa de latón que protegía todo su sabor, cogía un vaso y mientras vertía el licor de cebada, iba viendo como se formaba la espuma alrededor del dorado borde. Cuando por fin el líquido llegaba a mis labios y bajaba por mi garganta era algo indescriptible. Ese sabor amargo, tan especial, era un elixir refrescante difícilmente comparable a cualquier otra cosa.
-Vaya, realmente le gustaba la cerveza- le digo con un tono que pretendo demuestre en cierto modo algo de admiración
-Me gustaba no, me gusta. La cerveza no puede dejar de gustarte. Es más ¿Hay alguien a quién no le guste?
- A mí no me gusta- le suelto tajante.
-¿Qué? Debes estar bromeando o es que realmente no la has probado nunca.
-Sí, sí la he probado y no me gusta, me parece que tiene un sabor desagradable, no me gusta.
El viejo me mira cómo si me hubiera vuelto loca o cómo si de repente yo hubiese empezado a hablar en un idioma que él desconocía. De pronto mira el reloj que hay sobre una de las máquinas expendedoras de frutos secos y se gira hacia mí tendiéndome una mano.
-Bueno chiquilla. Ha sido un placer conocerte. Te diría que espero volver a verte por aquí, pero verdaderamente me gustaría que siguieras mi consejo y no volvieras por éste barrio. No me gustaría que te pasara nada malo.
-Lamento no poder prometerle que no volveré, así que supongo que si nos veremos por aquí otra noche.
El anciano hombre se levanta de su taburete y se dirige hacia la puerta. Traspasa la cortina de finas tiras de piedrecitas y alambre y después el portón principal de madera. Pronto desaparecerá entre la oscuridad de algún callejón en la fría y solitaria madrugada.
Durante las horas siguientes, el antro se va vaciando. A última hora solo quedan los bebedores más rezagados y uno de los perdonavidas que defienden la entrada al sótano y el camarero se dedican a avisarles de que es la hora de cerrar y de que tienen que salir del local. El otro gorila ha bajado al sótano a ver si hay alguien por esa parte del bar, aunque sea bastante improbable, pues los clientes que pueden permitirse el acceso a esa zona, hace horas que abandonaron esta parte de la ciudad.
Son las 6:00 a.m y solo quedo yo en “La Guarida”, junto con los tres trabajadores. Los primero rayos de sol ya empiezan a colarse por las rendijas de la puerta y por los huecos mal pintados de las ventanas. Por el espejo de la barra, veo que los dos matones vuelven a estar en su sitio, como dos estatuas, uno a cada lado del marco que da al sótano, el camarero que está terminando de barrer el suelo se me acerca sigilosamente por la espalda. Noto un suave golpe en el brazo, cómo si no quisiera molestar y me dice:
-Jefa, ya se han ido todos y he cerrado la puerta. Cuando quiera podemos bajar al sótano para hacer el inventario y revisar la caja.
-De acuerdo “Ryder”, adelántate tú. Enseguida bajo.
AZAHARA OLMEDA
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