Destrozado.
Como un libro de cristal despedazado sin haber sido jamás hollado.
Como tres agujeros en un ladrillo entre cemento seco olvidado.
Como una niña llamando a una puerta sin cortinas, indefensa, llorando.
Como la mugre entre las costuras del muñón de unas tijeras para zurdos.
Como un macetero con un ramo de orquídeas negras moribundas dentro.
Como un bolígrafo sin tinta para firmar una declaración de amor.
Como un ordenador, viejo, roto, olvidado y con hematomas en sus circuitos.
Como la canción que te recuerda, que recuerda, que.
Como una mujer que se vuelve niña en la habitación de una casa.
Como el silencio enardecido del mar que escupe dientes de alquitrán.
Como la certeza de que la lejanía más cercana es el otro extremo del mundo.
Como huellas de pisadas de humo huyendo entre la niebla enrejada.
Como aquel que se siente un extranjero donde quiera que vaya.
Como una bombilla encendida después de doscientos años, en una habitación negra.
Como si un taxidermista hubiera cosido con hilo de luz, la palabra tristeza, en tus pupilas.
Como un mendigo bebiendo con los brazos escayolados de una botella rota.
Como escamas en una sábana limpia.
Como un confesionario en un burdel.
Como la felicidad de una dentadura postiza recién comprada en un vaso de oxígeno líquido.
Como si Lisboa alejara polvorienta y gris, un día de marzo.
Destrozado.
GUILLERMO JIMÉNEZ FERNÁNDEZ -Mérida-
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