Una mujer lejana, reverdeciendo el árbol
que le secó un otoño de prematuro arribo;
una mujer madura, fraguando primaveras
que añadan a su vida glacial nuevos capítulos;
una mujer austera, que inesperadamente
profundiza en oscuros recovecos dormidos,
recuperando zonas de piel voluptuosas
que sacuden su bloque y alteran su equilibrio;
una mujer vestida, que al mirarse al espejo
lamenta la desdicha de haber envejecido,
pero al verse desnuda reconoce el milagro
que en senos, y caderas, y muslos habla a gritos;
una mujer tranquila, de quehaceres y pautas,
de calendarios ciegos y monótonos ritmos,
que detiene de pronto programas baladíes,
y a quien se le abre agreste la flor de los sentidos;
una mujer que viera deslizarse la vida,
más que por cuerpo y alma, rozando su perímetro,
sin huellas dactilares a su carne adosadas,
sin lenguaje directo sobre su carne escrito;
pero que ha despertado sobre sábanas frías,
en soledad amarga sobre lecho vacío,
desafiando el rumbo maquinal que ha llevado,
reafirmando su firme voluntad de estallidos;
esa mujer hoy llega, y en mis brazos abiertos,
escuchará las cosas que antes nadie le dijo,
realizará cuanto ella receló, timorata,
descubrirá visiones, recorrerá caminos,
pronunciará palabras que nunca articulara,
y vivirá en las márgenes de vergeles prohibidos.
Esa mujer descorre los velos del mañana,
y cierra las cortinas del pasado baldío.
FRANCISCO ÁLVAREZ HIDALGO -Los Angeles-
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