Eran tiempos de jóvenes anhelos,
de absurdas timideces, de barreras
más bien imaginarias que legítimas,
como de prolongada adolescencia
que los muchachos de hoy no reconocen,
desnudos, huérfanos de sutileza.
Bella mocita de la tez gitana,
estampa desgajada de las cuevas
del Sacromonte, relumbrón de cobre,
y con la noche bulliciosa a cuestas
en los pies, en los ojos,
en la fluctuación de las caderas.
Yo era conocedor de tantas cosas,
experto en diálogos y en estrategias,
trazador de caminos,
descifrador de huellas.
Todo en la mente, ingenuo, teorizante,
mas en ineptitud, sin experiencia.
Ella en las altas horas de la tarde
me avanzó el primer beso, abrió la puerta
y me dejó en la calle con el aire
bajo los pies, al ras de las banderas,
como ellas flameantes,
y el temblor en las piernas.
Días después se presentó en mi casa,
y hablamos, y brindamos, y en la seda
de su mirada oscura vi corceles
en ansias de galope, primaveras
a punto de explotar, requerimientos
que a silenciosos gritos se revelan.
Y ella fue al fin quien me tomó la mano,
y me condujo al lecho. La palmera
arqueaba sus brazos en el huerto,
y se asomaba a la ventana abierta.
Quizá mi vez primera, no la suya,
primer marido un punto ya en la niebla.
No hubo malabarismos ni acrobacias,
ni formularios de intrincadas técnicas;
fue simplemente humano,
mitad fervor, mitad delicadeza,
un hito permanente en la memoria,
lámpara inextinguible en mi existencia.
Se fueron deshojando calendarios,
y treinta años después cruzó mi senda.
Le mencioné el momento…,
pero no lo recuerda.
FRANCISCO ÁLVAREZ HIDALGO -Los Angeles-
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