Al principio de los tiempos, el arrayán era un arbusto que no se resignaba a esa condición: él quería ser árbol. Y así, cuando veía al pino, al abeto o cualquier otra especie que pintaba de verde las montañas, sentía una mezcla inconsolable de pena, envidia y dolor. Era tal su frustración, que la Madre Naturaleza decidió concederle un espacio donde pudiera desarrollar sus anhelos. De entre todos, escogió una isla en mitad de un lago argentino, poniéndole para ello como única condición que el lugar perviviría mientras luciera una belleza especial. Los arrayanes aceptaron encantados, agradeciendo infinitamente el don que les otorgaban. Por eso, cada uno de los arbustos que compone su arboleda se lava a diario con rocío, seca sus flores al sol, pinta los tallos de color canela, deja que mil aves den lustre a sus hojas y se estira cuanto puede, conformando un paisaje de atractivo sin igual. Quizá por ello, el bosque se ha convertido en un símbolo de esperanza para las causas perdidas... Y cuentan que desde entonces, cada vez que alguien logra un imposible, brota en su honor otro precioso arrayán. Justo allí, en ese lugar teñido de canela, donde los sueños acostumbran a cumplirse.
Manuel Cortés Blanco (Médico y escritor)
http://manuelcortesblanco.blogspot.com/
Incluido en su libro “Siete paraguas al sol” (Ed. Irreverentes).
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