SUMA TOTAL
POR JUAN CERVERA SANCHIS -Mexico-
Pablo Santín daba clases de matemáticas a domicilio. El ejercicio constante con dicha materia lo había ido haciendo un hombre exacto y, como dos más dos son cuatro, el rigorismo marcaba su vida.
Santín solía calcularlo todo. Contaba los pasos que había desde el estacionamiento, donde dejaba su auto, al café donde tres veces por semana saboreaba un capuchino.
Allí exigía a su mano el azúcar precisa. El preciso café y la precisa crema a la mesera, a la que daba una precisa propina. Santín era la precisión misma. Al igual que todos los grandes matemáticos daba la impresión de cabiletear con infinitos, dividiendo cada uno de sus actos en exactos picosegundos.
Fue, sí, la precisión, hasta aquel verano en que le fueron solicitados sus servicios por la estudiante que química Nubia Merlo. Era ella una joven posmoderna, que vivía en su departamento de soltera con relativa comodidad.
-Profesor, le agradecería me diera las clases a partir de las siete de la tarde, pues yo estudio y trabajo –le había solicitado.
-Con todo gusto, señorita Merlo –le respondió el profesor Santín - y, luego, con absoluta precisión, le habló del precio de sus lecciones. Sin más se pusieron de acuerdo. Durante cuatro días a la semana le daría sus clases de matemáticas.. Cálculo integral e infinitesimal específicamente.
Desde la primera clase el profesor Santín advirtió que Nubia era excepcional. Su alto coeficiente intelectual era notable. Aprendía con pasmosa rapidez.
Esto creó entre ellos una fuerte y viva corriente de simpatía. Tras las lecciones formales terminaron compartiendo un té y conversando de la fascinante historia de las matemáticas, que era más bien un erudito monólogo del profesor Santín.
Un día, Santín, descubrió que el tiempo transcurría junto a Nubia sin ser advertido por su muy bien entrenado sentido del cálculo.
-El mérito de Euclides fue el haber aplicado, por primera vez, un método que resultó fecundo para la matemática, comentó Pablo Santín tras saborear un sorbo de té y dejar sentado así que él era el profesor. Sin embargo, fue entonces cuando, enmascarando su curiosidad, se fijó en las preciosas y blancas rodillas de su discípula y su geométrica belleza.
Las piernas cruzadas de Nubia despertaron en la mente del matemático una desconocida y nerviosa sensación, que iba mucho más allá de cualquier número. ¿Qué subconsciente ecuación se trataba de despejar allí?
Santín salió como flotaba en un sopor psicológico del departamento de la joven y bella Nubia. Por primera vez olvidó contar los pasos que daba hasta su automóvil. Aquella noche tuvo extraños sueños. Sintió que retornaba a su adolescencia. Todo se le hacía más bello. Despertó sobresaltado y sin poderse explicar su insomnio. Su esposa le preguntó al servirle el desayuno:
-Pablo, te veo muy inquieto, ¿te pasa algo?
-No, nada, Merlinda. Posiblemente comí algo por ahí. No sé qué, y me sentó mal. Ante su respuesta antimatemática, Merlinda replicó extrañada:
-¡Pero si tú nunca comes nada en la calle!
-No te creas, a veces rompo las reglas.
-Pues procura no romperlas. Durante toda la noche no dejaste de murmurar palabras ininteligibles, así como de moverte de un lado para otro. A ti te pasa algo.
Pablo Santín no contestó. Guardó silencio. Sintió que por su mente cruzaba un relámpago con la imagen de Nubia. Miró a su esposa sin verla. Tuvo la sensación de que se alejaba de ella a la velocidad de la luz. Lo asaltó por un instante un raro remordimiento Luego deseó salir cuanto antes de su casa y se despidió apresuradamente:
-Ya me tengo que ir. Se me hizo tarde... Y ya se iba cuando Merlinda le reclamó:
-¿Y te vas así?
-¿Cómo?
-Sin darme un beso.
Llevaban diez años de casados y nunca antes Pablo Santín había olvidado despedirse de su esposa dándole un beso.
-¿Te pasa algo, Pablo? ¿Tienes algún problema?
-Oh, no, no y no supo qué decir, mientras besaba mecánicamente a Merlinda y dejaba su casa atolondrado.
Algo fuera de lo común estaba ocurriendo en la mente de Pablo Santín. Aquel día le tocaba lección a Nubia. Una impaciencia desacostumbrada se había apoderado de él. Al tocar el timbre del departamento de la alumna le tembló la mano. Comenzó la lección titubeante. Nubia le preguntó:
-¿Se siente mal, profesor?
-No, no, estoy bien, muy bien –respondió. Por su mente pasaron cientos de sensaciones, como aves nerviosas, revolando en torno a un alimento fuera de su alcance y, a la vez, desesperadas por el hambre.
Pablo Santín había descubierto que la hermosura y el imán de Nubia lo trastornaban. Su atracción irresistible lo estaban volviendo loco y precipitándolo en un desequilibrio abismal, por más que trataba de disimularlo.
Lo que no podía percibir aún era que a Nubia le estaba pasando lo mismo. Ella, igualmente inquieta, y psíquicamente desarmada, cruzó las piernas y dejó entrever sus blancos muslos. Santín se estremeció. Observó sus pechos, que se insinuaban apetitosos tras una blusa roja. Sin saber cómo empezar la lección dio paso a la misma. Se sobrepuso y cumplió con su trabajo.. Finalizada la lección formal conversaron , con cierta calma, de algunos tópicos y, volviendo sobre el universo matemático, Santín explicó a Nubia los secretos de la geometría plana y la función de los triángulos, puntos en los que ella parecía estar interesada. Los ojos negros y grandes de Nubia se clavaban como puntas de lanza en los pequeños y grises ojos de Santín, que trataba de eludirlos como dominado por un miedo interno.
-¡Qué barbaridad señorita Merlo! –exclamó Santín tras mirar su reloj. Debo irme, van a ser las diez.
-No, no se vaya todavía, profesor. Es fin de semana. Sería un honor para mí que compartiera conmigo una botella de brandy que me regalaron. ¿Acepte una copa?
Santí estaba desconcertado. Cubileteó con infinitos y perdió la noción del tiempo. No supo decir otra cosa que:
-Sea – mientras flotaba en la física del tiempo, sin tiempo, y dominado por una emoción desconocida para él.. Se sintió perdido entre el Alfa y el Omega de su cronometría interna. Descubrió que sus relojes biológicos se le atrasaban y adelantaban al mismo tiempo y de manera caprichosa.
Aquello era el frenesí del frenesí. Pablo Santín podía oír los latidos de su agitado corazón. Nubia se levantó. Desapareció por unos instantes de la sala. Santín sacó su pañuelo y secó sus sienes empapadas de sudor. Nubia reapareció con dos copas y la botella de brandy. La puso sobre la mesita. Sirvió el licor.
-¿Le gusta la música, profesor?
-Claro que sí, recuerde usted que la música era la gran aliada de Pitágoras. No hay matemáticas sin armonía. El universo es música y... el silencio es el principio de la sabiduría, que en sí es música. En fin, oigamos lo que usted quiera.
-Imagino qué clase de música es la que usted prefiere. –Nubia entonces accionó un botón. La sala se inundó con las notas de “El rapto del serrallo”, de Mozart. Nubia comentó:
-¿No le parece una música muy voluptuosa?
-Sí, sí, es muy voluptuosa...
-Profesor, póngase cómodo. ¿No le estorba la corbata?
-Un poco.
-Quítesela. Siéntase en su casa. Pero...brindemos.
-Porque haga una brillante carrera, que la hará, estimada discípula.
-Porque usted lo vea.
Sonó alegremente el vidrio al chocar de las copas. Ambos paladearon el ambarino licor. Nubia se había sentado junto al profesor. Sus rodillas se rozaron. La próxima era inquietante. La música en sí era tentadora. Nubia volvió a levantarse. Apagó la luz del techo y encendió una tenue lámpara indirecta. La sala quedó a media luz. Al volver a sentarse se aproximó más y más al profesor Santín. Éste, sin olvidar las precisiones matemáticas, tomó una mano de la discípula y le dijo:
-Las matemáticas empezaron por los dedos -y contó hasta diez- . Lo primero fue sumar. Nubia entreabrió sus labios y con la otra mano se desabrochó la roja blusa:
-Hace calor, susurró.
Pablo Santín noi sabía muy bien qué decir. Desentrenado en aquellos sorpresivos menesteres se sentía dominado por la discípula, que le llevaba la delantera en todo:
-Aún no se ha quitado la corbata.
-Es que...
-Hace calor. No sea tímido. Siéntase en su casa, por favor. El profesor se fue atreviendo. Se quitó la corbata. Estaba en extremo nervioso. Se deshizo de la corbata y el saco.
-Hace mucho calor, ¿no le parece?
-Ya le dije. ¿Otra copa, profesor? –y se sirvieron otra copa que apuraron de prisa. Pablo Santín comenzó a sentirse más seguro. Menos nervioso. Cuando se dio cuenta estaba besando a Nubia. Los dientes de ésta mordisqueaban su lengua. Una mano del profesor exploraba territorios ocultos de Nubia a la vez que se sentía explorado en sus partes más íntimas por la pequeña y atrevida mano de la discípula. Exaltados, rodaron ovillados de caricias por la alfombra, como si fueran un solo cuerpo. Sin darse cuenta ambos estaban totalmente desnudos y se poseían frenéticos.
Jadeaban como dos fieras enardecidas cuando sonó el teléfono. Pablo experimentó un electrizante escalofrío y quedó paralizado por un microsegundo.. Ella le dijo de inmediato, y ya hablándole de tú:
-No te preocupes, déjalo que suene. Será alguna estúpida amiga.
El teléfono sonó y sonó. Nubia, enojada, se levantó, lo descolgó y volvió como hembra salvaje y en celo. Abrazó al profesor y murmuró:
-Olvidémoslo. Vamos a mi cama. Y así lo hicieron.
Envueltos de nuevo por la pasión y la música y bañados de semen, y el natural y agridulce sudor de los esforzados cuerpos, el universo, como un biombo mágico, se despejaba para ellos en ecuaciones de algebraica carne estrtemecida.
El profesor Santín, después de diez años de cronometrado matrimonio, faltaría por primera vez a la exacta cita familiar. En los brazos de la cálida alumna descubría entusiasmado la matemática de la vida que, en el ejercicio de su profesión, había olvidado.
Al amanecer, tras aquella intensa noche de amor, Santín, se desperezó relajadísimo y tarareó una vieja canción bajo la regadera, para retornar al lecho con Nubia. Ella se le aproximó y le mordió el lóbulo de la oreja, lo que lo encabritó y, como joven macho cabrío, inició una nueva lección de vida sobre la apasionada discípula que, en realidad, allí, era toda una catedrática. Entre sus tórridas ingles, el recuerdo de su propia existencia, se le perdía a Santín en deliciosas convulsiones.
-Esto es la suma de las sumas, susurró con los ojos en blanco. No podía ni quería decir más, pero en ese preciso momento experimentó un doloroso picotazo en el pecho, como si le hubiesen clavado una larga y fina aguja al rojo vivo. Sin tiempo para expresar tan siquiera un ¡ay!, el dichoso profesor Santín dejaba de existir sobre el bello y desnudo cuerpo de su discípula que, aterrorizada, abandonó el lecho y, sin saber qué hacer, comenzó a recoger la ropa dispersa por la sala tratando de pensar a quien solicitar ayuda.
El profesor Pablo Santín, que había quedado sobre la cama, segundo tras segundo más yerto y más frío, no parecía, sin embargo, un cadáver, sino un varón que yacía a plenitud, y satisfechísimo, con un gesto, no de dolor, sino de felicidad, y en estado de éxtasis, en su rostro.
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