PUÑADO DE NIEVE
En la ladera de la Sierra el Endrinal,
como un puñado de nieve,
como un pequeño puñado,
blanco y helado,
fue levantándose,
suavemente, ardientemente,
rodeado de agrestes y grises montañas,
un pueblo limpio y claro
donde el agua fluye lenta,
entre peñas y arboleda.
El Cerro de San Cristóbal,
hierático y altivo,
domina y vigila, mientras Grazalema,
vive, duerme y sueña.
Es un vivir apacible y tranquilo.
Un dormir sosegado y sin sobresaltos.
Un soñar ambicioso e ilusionado.
Cuando llega la noche,
en el cielo limpio y casi transparente,
las estrellas juegan con la oscuridad
y la luna, en su redondez total,
acaricia los erguidos campanarios de las iglesias
y se enreda en las espadañas ruinosas
de la iglesia de la Aurora, desde donde se asoma
curiosa a la plaza para escuchar las últimas palabras
y el tintineo de los vasos.
Cuando llega la noche,
la oscuridad se rompe en las blancas paredes
y las sombras sólo aciertan
a esconderse entre los hierros de los balcones.
A lo lejos, el río Gaidovar,
entona una repetitiva melodía,
y se abraza al Guadalete
entre los sorprendidos pinsapos
que, de copa en copa, repiten, como un eco
balanceante, el desbordante cántico.
Hace frío. Mucho frío.
Un frío intenso,
que hiela el aire,
que enfría el aliento,
que hace tiritar los cuerpos
y castañetear los dientes.
El cielo se llena de nubes,
nubes negras, negrísimas,
que al tocar los afilados picos
se desaguan copiosamente.
Pero al tocar el viento que golpea
los cristales de las blancas
casas, las gotas se congelan,
blanqueando tejados,
iglesias, montes, caminos, ríos,
y hasta el valle esconde
su exuberante verdor
bajo unos copos blancos, blanquísimos.
Nieva, nieva.
Nieva de nuevo
en este lugar paradisiaco
tocado por el dedo de la divinidad.
El Cerro de San Cristóbal,
que no quiere perderse la fiesta,
se pone su capa blanca,
capa de gala, y mira
embrujado y enamorado al pueblo
que, inmóvil, es de nuevo un puñado
de nieve enigmático y sugeridor.
Son sólo unos minutos,
intensos pero breves.
El sol forcejea con las nubes,
se abre paso con furia
y rompe el helado espejo.
Los vestidos blancos caen y el río
y los montes, vuelven a ser,
otra vez, como siempre.
Entonces, cuando el sol está en lo alto,
y la nieve no es más que un recuerdo,
busco el camino del Gaidovar
porque quiero bajar al valle siguiendo
el rumor de la corriente,
contemplando sus aguas cristalinas,
sintiendo, en mi cara, la caricia
de las hojas de sus árboles.
Porque quiero ver las truchas saltar,
nadar, juguetonas y libres,
entre las piedrecillas del cauce.
Porque quiero humedecer mis manos
sudorosas y polvorientas,
y contemplar mi rostro
en las limpias aguas.
Porque quiero que las sombras
y la oscuridad de mi noche
desaparezcan en el frescor.
Porque quiero ser río, porque no quiero ser sombra.
Porque quiero perderme en la humedad y ser corriente
y unirme al Guadalete
y bajar hacia Benamahoma
y perderme en El Bosque
y llegar hasta la Bahía gaditana,
hasta el mar de mis mañanas
de niño, de mi adolescencia gris,
de mi madurez tranquila y bullidora.
Porque quiero grabar para siempre
en mis ojos la imagen de una Grazalema,
pequeño puñado de nieve,
vigilada y dominada por altivo San Cristóbal
mientras vive, duerme y sueña.
JOSÉ LUIS RUBIO
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