LAS MANOS
Francisco José Segovia Ramos(Granada)
Tus manos siempre me han acariciado con dulzura. Las siento cálidas, finas y seguras; me dan ese cariño que necesito. No son tus ojos, azules y diáfanos como la luz del día; ni tus labios, rojos y sensuales, varoniles y ansiosos, los que me han enamorado desde siempre. No. Fueron esas manos blancas, de dedos finos y largos como los de un pianista, que me calmaban la ansiedad o me sumían en agradables sueños cuando acariciabas mi cabello hasta que me quedaba dormida.
Esas mismas manos que apretaban las mías con dulzura mientras caminábamos por el jardín, o íbamos por la calle, ajenos en nuestra felicidad a las miradas de envidia de los vecinos. Esas manos que me abrían la puerta, o que me regalaban rosas cada vez que era mi cumpleaños, o que llevaban hasta mi boca un poquito de helado o una fresa de temporada. ¡Ay, llegué a depender totalmente de ellas, amor mío! Mi mirada, indefectiblemente, siempre se desviaba a los movimientos que trazabas con ellas; tan gráciles que parecías dibujar figuras en el aire. Tus dedos bailaban con la melodía de la vida, y yo disfrutaba tocándolos, sintiéndolos sobre mi piel; sobre todo mi cuerpo.
Las siento otra vez sobre mis brazos y mis piernas, en mi vientre y, finalmente, en mis labios. Las tomo y las beso, con fervor de enamorada sin mesura.
Siempre tus manos conmigo, amor mío. Tus manos de artista y amante excepcional. Siempre conmigo, hasta en este lugar sombrío y solitario, frío y abandonado de todos; en esta tumba en la que reposo desde hace un año y de la que solo he salido para traerme conmigo estas dos manos que he arrancado de tu cuerpo a pesar de tus baldíos esfuerzos por negarte a dármelas.
¡Porque únicamente de tus manos he estado siempre enamorada!
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