EL DIOS AMOR *
Por: Leonora Acuña de Marmolejo
Sucedió una mañana de abrileño esplendor:
A mi puerta tocaron con premura.
Yo presurosa y anhelante abrí.
Era CUPIDO, de amor el portavoz,
quien en lúdico gesto, sibilino y sonriente,
sin consultar mis crípticos anhelos,
extrajo de su aljaba una saeta,
y veloz la clavó en mi corazón.
¿ Sangró mi corazón por el flechazo?
No, galvanizado el sentimiento puro
sanó en el acto, agradecido en fe;
la que insufló en mi ser aquel intruso,
CUPIDO, el adorable quien me dio
la fuerza redentora, la que salva!
Esa fe salvadora, vibrante retornó,
y nuevos incentivos anidaron en mí;
regresaron la calma, la alegría de vivir
y en mi cielo brillaron estrellas palpitantes,
de nuevas esperanzas promisorias,
aquellas que nunca antes hubiese presentido.
Desde aquel día luminoso me torné
en el más fuerte e invencible ser,
y me nombré POETA CORAZÓN.
Mis pensiles de nidos se poblaron,
y se llenaron de arrullos amorosos;
por mi sangre febril navegaron rampantes
anhelos y pasiones de amores ignorados:
entonces me sentí la mujer más feliz:
comprensiva, indulgente, tolerante y dulce:
¡El milagro sagrado, el que al mundo redime,
se había dado en mi ser, porque allí esplendoroso,
absoluto y audaz habíase entronizado,
omnipresente y sacro, EL DIOS AMOR!
* Poema tomado del libro Del Crepúsculo a la alborada. 2007
AMOR Y PRIMAVERA*
Por Leonora Acuña de Marmolejo
Yo he visto en primavera, brotar como un milagro
los nardos y los lirios con místico esplendor
como si regresaran de un sueño muy profundo
de la entraña amorosa de la tierra feraz.
Mis ojos asombrados no dejan de alabar
la grandeza infinita que nos permite ver
el cielo y las estrellas, la luna y los luceros
y el sol en un ocaso o un bello amanecer
los árboles que albergan los nidos amorosos
-que con paciencia y arte, los pájaros construyen-,
las gaviotas rondando los botes en la playa,
planeando enamoradas del imponente mar.
Mi lírico extasío no deja de admirar,
el milagro perenne de una tarde de ensueño
cuando Véspero sale contra el plafondo malva
en el grandioso instante de un crepúsculo más.
Mi alma se estremece al ver tánta armonía,
y al ver el gran prodigio de valles y praderas,
de los ríos incansables en su eterno viajar,
de los mares profundos y el misterio que encierran;
de la vida que brota en el vientre fecundo,
de la risa inocente en la cara de un niño.
Entonces pienso absorta y en fe sobrecogida:
que todo este milagro, tiene el nombre de ¡AMOR!
* Poema del libro “Baraja de poemas” Ed. Betania. 2002
¡BUENOS DÍAS, PRIMAVERA!
Por: Leonora Acuña de Marmolejo
¡Buenos días, PRIMAVERA, bienvenida a mi vida!
Hoy llegas exultante de tibieza y verdor
trayéndonos de nuevo renuevos tras el frío
y la nieve invernal y los grises paisajes.
Con canéforas vuelves vernal embajadora
cual un hada hechizante con magia de esplendor.
Mensajera florida de NATURA, la madre:
Yo quiero, de tu brazo, volver allá a mi valle
colombiano, do el Cauca sereno serpentea
en las verdes praderas que las jacillas guardan
de mi feliz infancia, cuando al verte, gloriosa
y espléndida y joyante, en huertos y pensiles,
majestuosa en colores, repleta de fragancias
llenando pebeteros, búcaros y juncieras
de cinamono y menta, narcisos y lavandas,
mi madre, jubilosa me dijo: ¡Es PRIMAVERA,
y en tapiz de esmeralda, la escolta el equinoccio!
Ahora soy cual planta transplantada a Long Island;
mas NATURA es la misma doquiera que tu vayas,
y este es un paraíso de ensueño y de color.
Las inquietas ardillas regresan a los prados
y los quebrantahuesos, tornan a Shelter Island;
quizás buscando amparo a su ostracismo triste
retorna el negro cuervo, “de fatídica estampa”
-según el campirano decir entre la gente -;
y allá en California a San Juan Capistrano,
las golondrinas vuelven buscando su calor.
Cólquicos, tulipanes, pensamientos y nardos
emergen de la tierra con tímida presencia,
mariposas danzantes en el aire aparecen
a jugar en las flores, a besar las magnolias,
y alados mensajeros de cromáticos visos,
con trinos delirantes celebran su jolgorio,
se besan en el aire con rítmico cerner
y en silencio amoroso, su nido a tejer vuelven.
Yo quiero, PRIMAVERA, que trasiegues a mi alma,
tu embrujante armonía de color y tibieza;
que pongas en mi mente, tu estelífero plectro
para gastar mis horas de inspirada pasión,
haciéndole a mi amado poemas de ilusión.
Mis colinas, mi veste, con cendales floridos
cíñeme, Oh PRIMAVERA, y pon tu estro en mis sienes
para en versos de loa, agradecer al cielo
por las limpias pupilas, por la gracia de ver
¡Por verte enseñoreada del edén de Long Island!
¡Buenos dias, PRIMAVERA, bienvenida a mi vida!
* Poema del libro “Baraja de poemas”. Ed. Betania 2002
ABRE LAS PUERTAS, PRIMAVERA *
Por: Leonora Acuña de Marmolejo
Abre las puertas, dulce primavera,
que el amor ha llegado y soy feliz.
Tráeme cestas llenas de fragancias
de rosas, y petunias y diamelas…
Despierta al hontanar con su murmullo,
y al río arremansado entre las piedras,
para que él duerma plácido en su arrullo,
soñando con su reina que soy yo…
Convoca a todas las canoras aves,
para que sean orquesta entre los pinos
cuando el orto despunte allá en los cerros
y mi amado despierte entre mis brazos…
Pasea tu brisa suave por mi alcoba,
y pon el ruiseñor en mi ventana,
y una radiante luz en el alféizar,
¡do mi amado se asoma a ver el día!
¡Abre las puertas dulce dulce primavera
y que tañan de albricias las campanas,
por los montes, los valles y cañadas,
que el Dios Amor está en mi corazón!
*Poema del libro “Brindis por un poema”.
MI VIEJO ROBLE
Por: Leonora Acuña de Marmolejo
Ocurrió en una dorada mañana de marzo 28, en un día de Viernes Santo. Ya habían florecido los famosos cerezos en Washington llenando la ciudad de un esplendor vernal digno de verse; la primavera había llegado aquí a Long Island, con pujanza en brillante renacimiento de dramatismo cromático, cual regalo de Natura tras el triste y algente invierno, que muchas veces por la opacidad de sus paisajes, sume a muchos en un estado anímico soporoso y depresivo.
Acababa de pasar el equinoccio y una luminosidad transparente y una tibieza acogedora reinaban en el ambiente. Ya habían brotado los cólquicos, los jazmines, los nardos, los narcisos, y los tulipanes, y flotaba en el aire un aroma de frescura y de renovación. Todo, como un milagro empezaba a reverdecer tras un letargo de aparente muerte. Los pajarillos alborozados dejaban oír de nuevo sus trinos cerniendo y picoteando ansiosos los tiernos y rosados brotecillos del cerezo que cual portero fiel está entronizado en el antejardín de mi casa, al pie de la caja postal como para saludar cotidianamente al gentil cartero. Los tordos, los zorzales, y los petirrojos habían comenzado a aovar en los nidos (que en casitas construídas con cortezas de árbol tengo por doquier), y en silencios rumorosos esperaban el divino milagro de ver nacer a sus polluelos.
Eran las diez de la mañana de aquel viernes, cuando la cuadrilla de alacres mozos de la “Compañía Forever Spring” llegó diligente con sus máquinas y sierras a cortar el viejo roble. Troncharon su vida cuando todavía se empinaba altivo y orgulloso, y aún majestuoso izando las ramas que el pasado otoño había desnudado en el deshoje de su ciclo y que ahora, inocentes, esperaban el nuevo vestido esmeraldino de la primavera. Los muchachos cortaron primero sus brazos que al cielo se alzaban con donaire, mientras desde mi ventana, yo observaba con cierta pesadumbre, cómo uno a uno, se los fueron cercenando con indiferencia e impiedad; mas pensé conciliatoria que ellos sólo cumplían con la misión encomendada.
Al escuchar los golpes de los primeros hachazos y de las ramas cayendo abatidas al suelo, experimenté un raro pesar, pero me sentí aún más apesadumbrada, y casi insensata e ingenuamente sobrecogida, cuando la sierra implacable derribó su inmenso tronco ya desprovisto de ramaje, como degradado, indefenso y sin dignidad. Hasta mis queridos vecinos se acercaron curiosos a presenciar con cierto estupor, el derribo del que aún se mostraba orgulloso como el más pujante árbol del entorno.
Parecía como si le estuvieran quitando la vida a alguien que en su plenitud aún quería vivir. Vislumbré, casi horrorizada, la tala de este amado árbol asociado a tántos recuerdos de mi vida ( aquí en esta acogedora y amada tierra newyorkina), que en una retrospectiva desfilaron con cierta melancolía por mi lienzo memorioso; y aunque yo había determinado cortarlo por razones de seguridad de mi casa, sentí su derribo como un acto abominable, agresivo y violento que mi viejo roble recibía inmerecidamente, inerme y silencioso.
Visualicé entonces con dolor y conmiseración casi crísticas, el fatídico momento en el cual con crueldad felina, se priva de la vida a un ser humano, o en el caso dado en el que como en un libamen de sangre, barbaramente se aplica la pena capital (que aún se perpetúa pese a que estamos viviendo en una época de admirables progresos culturales y de toda índole; progresos que se supone vayan en pro del entendimiento y del mejoramiento humano).
Como era Viernes Santo y me aprestaba a atender el servicio religioso de recogimiento al que tengo por costumbre asistir cada año (en el templo de St. Frances de Chantal localizado en la avenida Wantagh del pueblo vecino del mismo nombre), asocié el acto de la tala de mi árbol, con el cruento en que la ciega humanidad, segó la vida de Jesucristo cuando aún estaba en plena juventud y quien en el momento supremo de su angustiada muerte, clamó al cielo con las palabras deprecatorias: ¡Elí, Elí, lema sabachtani!, que traducidas significan: Padre, Padre, ¿por qué me has abandonado?
Por otra parte, en aquella retrospectiva de sentimientos en conflicto, recordé con cierta melancolía y nostalgia, cuando veinte años atrás (y llena de emoción, en compañía de mi esposo, y de nuestros cuatro alborozados hijos -que aún eran unos chiquillos-), había plantado con amor aquel fresco árbol en la esquina de mi jardín donde lo habíamos visto crecer frondoso y con feracidad. Por su parte, mi ahora viejo roble, también airoso como un noble guardián había visto crecer a mis retoños. Mas a pesar de que aún se erguía altivo y lujuriante y hacia el azurado cielo se empinaba como en un anhelo arcano de tocar las estrellas, ahora en un mutismo impotentemente resignado, recibía una muerte sorpresiva: se le truncaba la vida con tajos aleves y certeros bajo el temor y la aprensión de sus dueños de que pronto sería un árbol más añoso, ruinoso, rugoso, agrietado y sin follaje y por consiguiente, una amenaza de que quizás pudiera derrumbarse sobre la casa en las tempestades del estío, o en los vendavales del otoño.
Es de anotar que días antes, habían pasado -como de costumbre-, los empleados gubernamentales de mantenimiento y ornato (de este mi amado pueblo de Levittown de Long Island en donde he estado afincada por casi siete lustros), cortando las ramas de los árboles viejos, a fin de que no interfirieran con el tendido de cables de la red eléctrica, y/o, plantando en su lugar otros nuevos en las verdes fajas que bordean las calzadas.
Una extraña melancolía de sentimientos dispersos y ambibalentes, navegó en los latidos de mi corazón transverberado al recordar que hasta ellos, respetando la imponente majestuosidad de este mi bello roble, no habían plantado cerca de él, árbol alguno aquel día de su ronda de arborización. Vino a mi mente con admiración, el simbólico acto instaurado en mi adorado país natal Colombia, de plantar un árbol en nombre de alguien que fallece, en lugar de enviar coronas a los dolientes, como ha sido la costumbre. Ésto no sólo es una demostración de afecto y de aprecio hacia los deudos, sino también una bella manera de recordar al difunto, en un tributo místico, sublime y noble hacia el tesoro de la madre tierra a cuyo seno han regresado sus despojos físicos.
No se le permitió al viejo roble echar de nuevo su ramaje (en la primavera que apenas comenzaba), que nutrido con la esperanzadora savia, sabia, le hubiese dado vida para retoñecer. Los pajarillos vocingleros no volverían a anidar amorosos ni a cerner en holgorio flirteante entre sus acogedores brazos esmeragdinos; su generosa sombra no volvería a amparar con su frescura a los vehículos que en el sofocante estío, eran estacionados allí cerca; su dorado follaje no adornaría más el paisaje autumnal...
Conciliatoriamente, y buscando indulgente una razón que justificara aún más mi decisión de cortar mi viejo roble, acudí a la reflexión de que la vida es un ciclo (“sólo vamos girando en la misma constante disfrazada de cambio”), y que todo tiene su tiempo, como dice el Eclesiastés. Entonces tratando de acallar mi tardía conmiseración, pensé con indulgente filosofía: “Ya mi viejo roble cumplió casi su misión y pronto su piel se agrietará dejando al descubierto su noble carne, que cansada llorará lágrimas resineras; prefiero guardar en mi recuerdo la imagen de un lozano y pujante árbol.” Mas a pesar de todo, como un niño que se consuela con su chupete, mas con melancolía un tanto pueril y ya contradictoria, me dije dolida al escuchar cual un rugido de dolor, el crujiente estrépito del estropicio del tronco al caer derribado: “Si a mi viejo roble le hubieran dejado siquiera un muñón, él alampado por vivir, en recia exhuberancia, con tesón y bravura, hubiera echado fértiles serpollos….” Pero mi viejo amigo había sido, descuajado, talado a flor de tierra, y aún sus fuertes raíces habían sido removidas de la entraña amorosa y maternal que lo había abrigado por tántos años… De mi noble amigo sólo quedaba allí en su lugar de sacrificio, su ripio como cofre cinerario, ripio que más tarde serviría de abono y de alimento, como recursos de reciclaje que la madre natura emplea en su cíclico vivir.
Allí en la esquina ahora vacía, en donde mi viejo roble se había levantado como un airoso monolito, más adelante como en un acto de consolación e ingenuo desagravio a la amorosa tierra de su habitáculo, yo hice un jardín lapidario mas no triste, para atraer mariposas y pajarillos. Así pues planté caléndulas, susanas, girasoles, minutisas, ásteres, lirios y lavandas.
Como dato curioso he de decir, que al extender al jefe de los jardineros de “Forever Spring” los 300 dólares por su trabajo de tala ( lo cual deploraron mis hijos al darse cuenta, y que para mí fue como “un arboricidio”), aquel marzal día me sentí como Judas cuando desesperado, devolvió a los Sumos Sacerdotes las treinta monedas de plata que recibiera en pago por entregar en un acto traidor al Nazareno su Divino Maestro, y con las cuales ellos más tarde compraron el Campo del Alfarero (llamado Campo de Sangre por el triste simbolismo), sitio que posteriormente fue usado como lugar de sepultura para forasteros. ¡Esta es la historia de…Mi viejo roble!
¡AÚN HAY SANGRE!*
Por : Leonora Acuña de Marmolejo
Hoy es abril y el campo está arropado
por el manto argentado de la diva,
que aún ve deshojar el lirio sacro
¡profanando insensato el Santo Cáliz!
Del vernal equinoccio es luna llena
y el alma vaga estremecida así,
recordando que cruento el sacrificio
fue perpetrado el plenilunio aquel,
veinte siglos atrás de oprobio humano
en que la fiera devoró al cordero,
sin comprender que el corazón sangrante
¡se derretía en dolor para salvarla!
Hoy es abril y tras de mi ventana,
salpicada de sangre veo la alfombra:
¡aún pasan corderos perseguidos
por la fiera que no se sacia nunca!
*Poema tomado del libro BRINDIS POR UN POEMA,
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