miércoles, 17 de octubre de 2018

LA ISLA DE LA LUJURIA


Fue algo impensable. Esa tarde la hija de la dueña de la pensión, que pasaba un fin de semana en el pueblo, me dijo que estaba aburrida, que si no la invitaba a salir a caminar, a distraerse. Salimos de su casa y llegamos a la orilla del lago, el lugar era un paraíso. Hermosas olas se rompían sobre la arena de la playa, emitiendo un evocador y romántico sonido. El trino de los zanates y el graznido de las garzas musicalizaban el espacio, el momento. Vimos unas lanchas, ella me pidió que alquiláramos una. Empezamos a bogar lago adentro hasta acercarnos a una zona umbría que rodeaba una de las islas. Antes de llegar ahí, sentimos que el aire traía un voluptuoso aroma a citronelas, romeros y jazmines. Y entre más nos internábamos dentro de las sombras, nuestra piel se erotizaba frenéticamente, y yo remé con mayor fuerza para alcanzar la orilla de la isla, con la muda complacencia de mi amiga, que para entonces ya estaba abrazada a mi cuerpo, impidiéndome mover los brazos para seguir remando.

     La corriente del lago se encargó de que la lancha aparcara por sí sola en la orilla. En medio de tal oscuridad, rápidamente brincamos de la lancha a una pequeña playa. Nuestros instintos se desataron en un apasionado y largo encuentro. La llené todo el cuerpo de besos. De ella, acaso sólo podía ver su febril mirada, y escuchar sus sensuales lamentos. Instantes después, nos acostamos ambos boca arriba, ella apoyando su cabeza en mi hombro, no había mayor comunicación más que el silencio, muy similar a la calma después de la tormenta amorosa. El ruido de unas voces nos sacó de nuestro mutismo, eran unos pescadores que pasaron cerca de nosotros, sin vernos. Nos vestimos, y retornamos al pueblo. Al día siguiente, ella me regaló un apasionado beso y regresó a la capital a seguir sus estudios. No volvimos a vernos nunca más...

Antonio Fco. Rodríguez Alvarado

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