domingo, 18 de agosto de 2013

VI

Me voy de aquí, te dejo en el atardecer
que aunque triste desciende tan dulce
para nosotros, vivos, con la luz cérea

que cuaje por el barrio en penumbra.
Y lo agita. Lo hace más grande, vacío
alrededor y, más lejos, vuelve a encenderlo

de una alocada vida que del ronco
rodar de los tranvías, de los gritos humanos,
dialectales, hace un concierto desvaído

y absoluto. Y sientes, como en aquellos lejanos
seres que en vida gritan, ríen
en sus vehículos, en esos caserones

míseros donde se consume el expansivo
e infiel don de la existencia ---
esa vida no es sino un escalofrío;

corpórea presencia colectiva;
sientes la falta de toda religión
verdadera; no vida sino supervivencia

--- acaso más alegre que la vida ---
igual que un pueblo de animales
en cuyo arcano orgasmo no haya otra pasión

que la del trabajo cotidiano: fervor
humilde al que da un sentido de fiesta
la humilde corrupción. Cuanto más vano

--- en este vacío de la historia,
en esta pausa zumbante donde la vida calla ---
es cualquier ideal, mejor se manifiesta

la estupenda, adusta sensualidad
alejandrina casi, que todo minia
e impuramente enciende, cuando aquí

en el mundo algo se derrumba, y arrastra
consigo al mundo en la penumbra, regresando
a plazas vacías, a talleres desgraciados...

Ya se encienden las luces constelando
Vía Zabaglia, Via Franklin, el Testaccio
entero, sin adornos entre su grande

y sucio monte, los lungoteveri,
el fondo negro más allá del río que Monteverde
difumina o amontona invisible sobre el cielo.

Diademas de luces que se pierden
relucientes y fríos de tristeza
casi marina... Queda poco para la cena;

brillan los autobuses escasos del barrio
con racimos de obreros en las puertas,
y sin prisa van grupos de militares

hacia el monte que oculta, en medio de empapados
socavones y secos montones de basura
en la sombra, agazapadas ramerillas

que esperan irascentes sobre la afrodisíaca
sentina: y no muy lejos, entre ilegales
casillas por los márgenes del monte, o en medio

de edificios, casi mundos, unos muchachos
ligeros como trapos juegan en la brisa
ya no fría, primaveral; ardientes

de aturdimiento juvenil su romanesco
atardecer de mayo silban adolescentes oscuros
por las aceras, en la fiesta

vespertina; y los cierres metálicos de las cocheras
crujen de golpe alegremente,
si la oscuridad ha vuelto sereno el atardecer

y entre los plátanos de Piazza Testaccio
el viento que en temblores de tormenta cae
es muy dulce, aunque rasurando las toscas

y las tobas del Matadero, ahí se impregne
de sangre pútrida y por todas partes
agite desperdicios y olor a miseria.

Es un rumor la vida y éstos, perdidos en ella,
serenamente la pierden
si el corazón les llena: aquí

gozan míseros el atardecer: y en ellos
inermes, poderoso para ellos, el mito
renace... Pero yo, con el corazón consciente

de quien sólo en la historia tiene vida,
¿podré alguna vez más esforzarme con pura
pasión, si sé que nuestra historia se ha acabado?

Del libro Las cenizas de Gramsci de PIER PAOLO PASOLINI 
Publicado en la revista Fuegos del Sur

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