lunes, 12 de agosto de 2013

MUERTE

Ella abre los ojos como si le costara un gran esfuerzo. Él sabe que es así, que le cuesta un gran esfuerzo, pero nunca se lo diría, nunca se permitiría mencionárselo. Ella se incorpora, le tiende los brazos, busca su calor, deja de estremecerse. Se alejan de la cámara trastabillando, abrazados, sonriendo apenas. Él la invita con una copa, pero ella rehúsa con un suave gesto de su mano. Luego se sienta, cierra los ojos, los vuelve a abrir, atrae la mano de él y la aprieta sobre sus pechos. Hay una música lenta, de bajo volumen. Es un piano suave y casi imperceptible. Él quiere besarla, desea besarla, pero espera unos segundos. Cuando por fin lo hace, nota que ella sigue temblando.
Le vuelve a ofrecer la copa. Esta vez ella acepta, alarga la mano y, torpemente, vuelca el líquido sobre las rodillas de él. Él no dice nada, la observa. El piano suena ahora algo más fuerte. Ella tiembla. Vuelven a besarse, con gran dulzura, pero sólo unos instantes. De pronto ella se pone rígida y se aparta con violencia. Él se envara, mira sus ojos aterrorizados. Ella boquea, traga aire con desesperación, emite unos sonidos terribles. Él cierra los puños, aprieta los dientes, lucha con un grueso nudo que intenta formarse en su garganta.
Tratando de disimular sus dolorosos sentimientos, se acerca a ella y la besa en la mejilla, con suavidad y ternura. Ella aleja un poco la cara, lo mira por última vez con el horror dominando su mirada, y empieza a luchar con su respiración, que se convierte pronto en un estertor horrible.
Él comprende que el tiempo se ha acabado, que ha llegado el momento.
Acaricia su pelo, su frente, sus mejillas, su nuca, hasta llegar al contacto que han fijado en la base del delicado cráneo. La apaga. Ella cae floja como una muñeca; él la atrapa y la alza como si se tratara de un niño. La lleva a la cámara de congelación, la acuesta, cierra la puerta. Trata de no llorar.
La música se apaga, termina, se desvanece. Silencio.
Él pulsa los controles y se queda viendo la cara de su mujer, su compañera, hasta que la cubierta plástica se empaña. Luego vuelve a la sala, se sienta en un sillón, bebe un vaso tras otro, en silencio.
Ella está muerta, pero no desde ese momento: está muerta desde hace meses. El reanimador neural que le implantaron cumplió su función, una función por la cual ha pagado con todo, todo lo que tenía. Lo cierto es que, aunque quisiera gritar y golpear a alguien hasta matarle, en realidad no puede quejarse: el sistema no falló, su función era darle unas horas más que compartir antes de que las neuronas de ella terminaran de claudicar, y eso es exactamente lo que el sistema hizo.
La primera vez que la despertó conversaron largo rato, escucharon música y luego hicieron el amor. La segunda vez ella se sentía muy cansada, de modo que fueron a la cama y volvieron a amarse, aunque con tranquilidad, suavemente. La tercera vez sólo pudieron conversar y besarse un par de veces. La cuarta hablaron apenas unas palabras, acariciándose.
La quinta vez, tal como explicaba la parte del manual que él no había querido atender, sus células cerebrales ya no pudieron más y ella, entonces sí, debió morir por segunda, por última vez.

Eduardo J. Carletti -Argentina-

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