sábado, 17 de noviembre de 2012

PARAÍSO PASTORALES


Por Juan Carlos Céspedes Acosta

Cuando salía a entablar una tutela contra mi EPS, porque no me querían dar mi medicina para la memoria —estaba pensando que todavía gobernaba Uribe, cosa que a mi mujer casi la mata del susto—, vi que Güevoncio estaba sacando su nevera. Miré el reloj y pude comprobar que aún era temprano como para llevarla a algún taller de refrigeración. También pensé que de pronto su mujer lo había echado de la casa por cosas de la revolución de géneros (que siempre han sido revoltosas ellas), pero descarté esta hipótesis al ver cómo la señora también ayudaba al marido. En voz alta le pregunté que si quería que lo ayudara, me contestó que quien va ayudar no pregunta. Así que por demasiado comunicativo (sapo, dirían algunos) me hallé de pronto empujando ese cachivache.

      Les manifesté mi conformismo con la revolución ecológica de que debíamos deshacernos de las neveras viejas por contaminadoras, y además que gastaban mucha energía. La pareja de los Güevoncio me quedaron mirando como si fuera un testigo del “caso Colmenares”. Se me ocurrió que había metido la pata y para reparar la “embarrada” pregunté que para dónde llevaban el congelador. Fue el señor quien me contestó con cara de condescendencia ante tanta estupidez de mi parte, que se la llevaban al pastor de la iglesia a la que asistían, porque estaban caídos con varios meses de diezmo, y este enviado de Dios, decía que los tributos se podían dar en dinero o especie, que para el Señor no había diferencia. Cuando escuché esto, del asombro dejé de cargar el impuesto. La señora me reconvino fuertemente por querer dar al traste con las cosas del Creador, es más, me citó de memoria unos pasajes bíblicos que les había enseñado su guía espiritual, algo así como que el obrero es digno de su salario. Le expliqué como pude, que no veía bien este despojo, ya que ellos eran personas muy humildes y estaban en condiciones de recibir y no de dar. Güevoncio, que ya había traído su Biblia, me reprendió por la sangre de Cristo, y me aclaró que yo no podía entender estas cosas porque era una criatura mundana. Desesperado ante tamaña ceguera, les dije que si seguían así pronto entregarían el televisor, ella me respondió que ese inventó de Satanás ya estaba a buen recaudo en manos del susodicho pastor, que sí tenía el poder para enfrentar sus influencias malignas.

      En fin, todos mis argumentos chocaron ante el férreo adoctrinamiento que cubría a la pareja de vecinos. Mientras ayudaba a perpetrar el crimen pensé que no había forma de controlar a estos impostores, que la ley no fiscalizaba estos dineros recaudados ni cómo se invertían, que estos señores eran reyezuelos en sus imperios económicos. Algo habré dicho en voz alto cuando la “hermana” me dijo que al final era su plata y a mí no tenía porqué importarme lo que hiciera con ella. Estuve de acuerdo en que era su dinero y que la forma como la invertía el pastor era asunto de él.

      Cuando partió el camión con el diezmo, me quedé solo en la calle preguntándome si tanto desempleo no iría a redundar en una epidemia de iglesias sin control alguno, especie de paraísos fiscales donde la gente compra su salvación invirtiendo en el otro mundo. Fue entonces cuando recordé las palabras del doctor Meketrefe: cada cinco segundos nace un tonto y cada diez días un avivato. Camino a mi EPS me hice la señal de la cruz.    

Publicado en el periódico La Urraka Cartagena    

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