domingo, 18 de noviembre de 2012

LUCECITA MESILLAS


Efectivamente, la historia de Luminosa no había hecho más que empezar, y, todavía, no se había hecho a la idea de compartir noches iluminadas con el nuevo elemento que iluminaba orgulloso en la cocina, cuando el destino hizo que otra sorpresa diese un vuelco a su tranquila existencia.

Ella, la señora de la casa, siempre andaba refunfuñando entre dientes, y como una sicópata, la tomaba con los interruptores, sobre todo cuando estaba enfadada porque él, el hombre, su hombre, como ella decía en voz queda, mirando por la ventana y echando más humo que una locomotora, tardaba en llegar. E iba a ser él, sí, su hombre el que vendría a poner una nota de intranquilidad en la vida de Luminosa, porque aquella misma tarde se presentaría con un regalo para ella, sí, la mujer, mi mujercita como él, sí, el hombre, su hombre, la llamaba.

Se abrió la puerta y tras ella apareció él, el hombre, su hombre, portando sobre las manos un paquete que soltó en el suelo para poder deshacerse de la gabardina, una gabardina gris que tenía los cuellos y puños algo gastados por el uso, pero según él, su hombre, decía, más bien se excusaba ante los reproches de ella, la señora de la casa, su, mi mujercita, cuando ésta lo hostigaba con el argumento de que vaya pinta llevaba que parecía un pordiosero con aquel gabán tan raído, y él, el hombre, su hombre, justificaba su predilección por la prenda diciendo que había pertenecido a su padre y que todavía estaba de buen ver, la prenda, el padre no, claro, porque llevaba criando malvas o poniendo gases de color verde en el cementerio desde hacía veinte años, los mismos que él, el hombre, su hombre, llevaba usando la gabardina cada invierno.

Tras sacarse el sayo gabardinero raído, volvió a asir el paquete que había soltado y con una voz de pito mariquita, él, el hombre, su hombre, grito su nombre, el suyo, el de ella, su, mi mujercita; ella, la señora de la casa en la cocina fumaba a la par que removía con hastío cansino un guiso de lo que podían ser lentejas de un color casi negro, tan negro como el mar, sí, el mar Negro. Ella sin volverse ni dejar su labor sacudió el cigarrillo con un movimiento ensayado de los labios, la ceniza fue a caer a la olla y con la inercia del movimiento producido por el brazo de ella, la señora de la casa, su, mi mujercita, se diluyó, la ceniza, entre aquel caldo espeso.

Entonces él, el hombre, su hombre, entró y puso sobre la encimera, mejor dicho sobre los cacharros sucios que llenaban la encimera de la cocina, la caja que con tanta alegría portaba. Luminosa no pudo presenciar lo que en la cocina estaba ocurriendo por lo que no dudó en solicitar la crónica del recién llegado Fluorescente Long, el cual, servicial e iluminador desde que los operarios lo pusieran en marcha por la mañana, no dudó en trasmitir a su vecina lo que estaba ocurriendo.

Él, el hombre, su hombre, abrió la caja y extrajo de ella una pequeña lámpara a la que ella, su, mi mujercita, no prestó la más mínima atención sin dejar de remover el guisote. -Mira cariño- dijo él ilusionado y con los ojos chispeantes como de haber tomado algunos tragos de vino, y esto lo delataba el color de sus mejillas que se enrojecían cada vez que él, sí, el hombre, su hombre, bebía.
-Otra reliquia- dijo ella sin aparición de ilusión o alegría por su parte.
-No es una reliquia es un lamparita que pondremos en la mesilla de noche para que vele tus desvelados sueños- respondió él sin percatarse de lo paradójico de su frase.
Así lo relató Fluorescente Long a Luminosa y así es como entró en la vida de ambos Lucecita Mesillas.

SALVADOR MORENO VALENCIA

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