viernes, 12 de octubre de 2012

HOY, DE AMORES PLATÓNICOS Y GAITAS I


Por Alfonso Hamburger

Esta mañana, antes de que la leche se derramara en el fogón de leña, pensé en escribir estas memorias llovidas sobre las fiestas patronales de San Jacinto, el pueblo más ancestral de Colombia, con una cultura comprobada de más de cuatro mil años antes de Jesucristo. Los datos reposan en el museo, en el edificio de la vieja Alcaldía, donde las Mendoza, en espera de ser vistas y comprobadas por propios y visitantes.
      Quise arrancar con lo de la leche porque el producto de las vacas estaba cantando en la olla, crepitando como crispetas, con ganas de derramarse. Y se derramó, porque “La leche es traicionera” como si fuese gente. Apenas la muchacha se distrajo sirviendo el tinto, la espuma subió hasta el copito de la olla y vertió sus espumas en la candela viva. Eso, según se dice, es malo para el ganadero, porque se le seca la ubre a la vaca. Zetas de viejos.
      Mientras hablábamos de la fiesta tan nutrida que hemos celebrado, nos sirvieron los chicharrones de cerdo, de adentro y de afuera, cosa que me acaba de prohibir el médico. Pasé, sin darme cuenta que era alérgico al cerdo, más de cuarenta años. Cada vez que comía chicharrones me aparecían manchas en el cuerpo, como si un vampiro me chupara. A veces aparecían figuras abstractas, marcas de una mordida de mujer, incrementando los celos de mi negra, caray.
       No hubo más remedio que comer yuca con suero, queso y café con leche, que habían llegado como adorno del chicharon. Hacer el resumen de las fiestas ameritaba estar bien alimentado, por aquello de que barriga harta corazón contento, de modo que a la carga:
      Lo primero fue el gran abrazo en la plaza de los Gaiteros (así la bauticé yo mismo hace 23 años), tejida de cuerpos, mujeres bellas, mucha música, limpia de cantinas, que fue una gran decisión. No alcazaba para tantos abrazos no dados en tantos años de ausencia. La iglesia de rancho, bastante vetusta, especialmente el viejo camellón interno, donde ya no está la gran ceiba. Puros escombros. Sería bueno liberar este callejón y entregárselo al pueblo, pues eso no pertenece a la Curía. Ese callejón se puede recuperar como zona verde, de parque y de tertulias. No tiene sentido tener encerrado los escombros del pasado. Esa fue una de las decisiones antipopulares del padre Cirujano Arjona, cuyo merecido busto está cagado de pájaros y de años, en la entrada del rancho.
      Lo segundo, ya en la zona VIP, donde costaba la entrada cinco mil pesos (¿Quién controlaba esos ingresos?), empezaron los abrazos no dados desde años. El primero fue el de Manuel Villa Díaz, a quien le decíamos el ciruelo, pues en el periplo del bachillerato siempre estaba enyesado. Se caía y se partía. Pero era un back central fuerte y técnico, un poco lento y risueño, pero seguro, que se entregaba a cada balón cuando coincidimos en el mejor equipo juvenil de San Jacinto de todos los tiempos: Estudiantes del Pio XII, de uniforme sencillo, suéter amansa loco blanco y pantaloneta roja. Mane Villa Díaz, necesariamente había que mentar los dos apellinados para diferenciarlo de Manuel Villa Nader, otro gran amigo ya desaparecido. Después de 23 años sin verlo, casi no lo conocía. Si no se quita la cachucha que llevaba puesta no lo identifico en la brevedad de la luz. Está gordo y sus ojos achinados fueron el rasgo por donde me encontré con los recuerdos. Nos fundimos en un fuerte y sincero abrazo. Después del bachillerato nos dispersamos. Él se fue a Montería, donde coincidimos en 1987. Después dejamos de vernos. Su mujer, una extraordinaria mujer, murió de cáncer, después de una lucha de seis años que afectó toda la familia. Le quedan dos hermosos hijos, una pareja, ya profesionales, de 24 y 25 años. Cuando me dio la noticia sus ojos se aguaron. Y los míos también, en medio del lamento de una gaita. Estaban por allí Edgar, su hermano y el famoso Jopito de Cabuya, dejado plantado por una mujer señalándole que “Yo no puedo ser la novia de un jopo de cabuya” También la Luchy Acosta y su hermano.
      Siguieron en el reencuentro Rodrigo Rodríguez; Feliz Mejía (que me debe un suéter especial con el que me amaga solamente), Sarita del Guamo, Rafael Ramos y Laura Cardona, quienes llegaron de Cartagena. Por ahí iba el rastro de Numas Gil Olivera, que no pierde el vicio de ser jurado de las gaitas. Jurado de lujo. Siembre camina embebido en un son gaitero. Le mandé a decir que deje esos viejos de la filosofía descansar en paz.
      Sería interminable la lista de los abrazos, pero quiero pasar por los de Rafael Lora, “la Conavi”, Dalmiro Lora (El Pechón) Y Javier Arrieta, tres de los mejores futbolistas de Bolívar en todos los tiempos. “La Conavi”- ya bastante viejito- detenía los cronómetros en 10 segundos. Hacia túneles imposibles, se eludía hasta los charcos del campo de futbol llovido con sobrada des complicación y lucidez. Dalmiro era potencia y gol. Javier elegancia y precisión, siempre jugaba con la cara levantada y el balón atado a los pies.
      Me hicieron ruborizar al recordarme, entre reclamos y risas, que cierto día que estaban reunidos en el puente les tomé una fotografía, que el editor de El Universal utilizó para ilustrar una nota sobre el desempleo. En el pie de fotos pusieron algo como así: “Así pasan los desocupados de San Jacinto, brillando las barandas del puente de La Bajera con sus fundillos”.
      “EL Conavi”, digna estampa de su padre, el difunto Monito Lora, carnicero de cuchillo y peso de totuma, recordó que los primeros guayos que tuvo, eran míos. Se trataba de unos zapatos color y arrugas de mondongo.
      Después pasó algo maravilloso. En escena apareció uno de mis amores platónicos. Vive en una ciudad costeña con su digno esposo y tres bellos hijos, dos ya profesionales. Ella, diminuta y despierta, de una fresca sonrisa ancha, se mantiene en mis recuerdos intacta, como si en realidad los años no hubiesen pasado. De catorce años, ella barría el sardinel de su casa. Mientras el restra parrandeaba y berrinchaba, ella ponía su mano en la casona fresca de palma, sobre el arroyo. Mi único y tímido piropo de aquellos años de fogosidad e ingenuos, era precisamente decir que barría muy lindo, pero de repente y en menos de lo que canta un gallo, desde los dieciséis cayó en las garras de un profesor que le llevaba 16 años, le doblaba la edad. Pero ella, que lo sigue amando como el primer día, aprendió a madurar a su lado. Y lo curioso, es que todos en el grupo, mientras bailaban y palmoteaban al son de la gaita, sabían que fue mi amor platónico, tan calumniado. En ese momento, cuando los celulares no dejaban de registrar el reencuentro, apareció Numas Gil para aclararnos el tabú del amor platónico, que es real, tan real que lo único que no lleva es sexo. Son amores tan reales que entran y nunca salen. Son los amores verdaderos.
(Continuará)

Publicado por el periódico digital La Urraka Cartagena

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